No estamos muertos, seguimos de parranda
No hizo falta que le insistieran mucho con consultar a un psicólogo. El hombre estaba asustado, amargado, al borde del abismo. Solo un profesional de la salud mental podía ayudarlo a desatar la madeja de miedos y devolverle algo de la tranquilidad perdida.
Agendó el día de la cita como quien anota la fecha de cobro de La Grande de Navidad. Ni un tsunami ni un apagón con 47 grados de térmica iba a hacerlo desistir del encuentro.
Sabedor de que debía aprovechar al máximo los 45 minutos de sesión, llevó un machete al consultorio. Y arrancó: “Le pido que me escuche sin interrumpirme. No puedo más. Mi vida es un calvario. El miedo me domina. Ya no puedo abrir la casilla de mails sin transpirar. Cinco alertas de fraude bancario y dos de virus cada mañana. ¡Virus! ¿Se da cuenta? Hace cinco meses que espero la tercera dosis y nada. Cierro el mail y leo las noticias: la Anmat, el organismo que aprueba las vacunas, dijo en un juicio que la AstraZeneca tenía grafeno. ¡Dos AstraZeneca tengo en el cuerpo! Muerto de ansiedad, me zambullí en Google. Grafeno: ‘material compuesto por átomos de carbono que se obtienen a partir del grafito con el que se hacen las minas de los lápices’. ¡Me metieron lápices en las venas! No. Parece que solo fue un error de tipeo en una presentación judicial. Casi nada.
“En el trabajo me dijeron que me tomara vacaciones, que estaba quemado. Saqué el Previaje, viajé y no me acreditaron la plata. Me fui a la playa esperando que un tal Lammens dejara de pelearse con un maestro que hizo un chiste y tuvo que salir a defenderlo el sindicato. Estaba sentado en la arena. Pasó un helicóptero de la policía y se me voló la sombrilla. La punta le dio de lleno en la pierna a una señora a la que tuve que llevar al hospital mientras un tipo vestido de Rambo me gritaba desde el helicóptero que la culpa era mía porque a quién se le ocurría clavar una sombrilla en la playa.
“Ya en el hospital, la señora y yo tuvimos que esperar ocho horas en la guardia. En 20 metros cuadrados nos amontonábamos más de 30 personas. Algunas estornudaban, otras tosían y a otras no les pasaba nada pero iban por las dudas. Grité ‘¡grafeno!’ para asustarlas y achicar la espera, pero se nota que nadie leía las noticias en vacaciones.
“A la señora le dijeron que no podían atenderla porque el radiólogo estaba aislado. Debía ser el único aislado en semejante desborde de gente. La señora me dijo que se quedaba, que me fuera, que muchas gracias.
“Salí a comer algo. Estaba muerto de hambre. Me pedí una milanesa con papas fritas y una gaseosa: dos lucas doscientos me fajaron. Pregunté si había roto algo. ‘No. La culpa la tienen el FMI y los malditos empresarios que suben los precios’, me dijo el mozo haciéndose el Alberto.
“Me fui al hotel. Mensaje de la tía Sara: después de seis meses, el PAMI le consiguió el cristalino para operarse de cataratas, pero no sirve. Me pidió una lupa. ¿Dónde compro una lupa en la playa? No me conteste. Era una pregunta retórica.
“Me tiré en la cama. Encendí la radio. Parece que la Volnovich se queda al frente del PAMI y que estuvieron a punto de echar al novio –el número 2 de la obra social– con el que se había ido a veranear al Caribe. Seguro que fue ese tipo el que se equivocó con el cristalino de la tía Sara, si no, no se explica que lo quisieran rajar.
“Pasé de la radio a la tele. La Unión Europea sacó a la Argentina de la lista de países desde los que se puede viajar sin restricciones. Quise darme ánimo con aquella frase de Ginés González García de junio de 2020: ‘No es que nos vaya bien. Nos va menos mal que al resto’. Me puso peor.
“No pude más. Armé la valija y me volví. En la ruta me agarró un piquete de un comando antivacuna. Me acordé del grafeno, del grafito, del maestro, del hospital, de la lupa y de los fraudes bancarios. Me sobró tiempo hasta que llegaron dos policías en moto y convencieron al piquete para que se manifestara a los costados de la ruta. Se corrieron. Arranqué el auto después de que se pusieron en movimiento los 70 coches que tenía adelante. A los 20 kilómetros me paró un policía en un retén. Me pidió los papeles, leyó todos los stickers de las VTV del parabrisas y me hizo una multa porque iba a 60 kilómetros en una zona poblada donde la máxima era 40. Le dije que pocos metros antes se podía ir a 100 y que venía bajando la velocidad, pero que es imposible llegar a 40 km en un trecho tan corto. Me dijo que las reglas son las reglas y que si no me gustaba que lo peleara en el juzgado que queda a 300 kilómetros de mi casa una vez que el juez me convocara probablemente el próximo invierno. Pensé que iba a enloquecer.
“Los argentinos vamos muertos”, le dije al psicólogo. Un capo el tipo. Nunca me interrumpió. Solo abrió la boca al final. Con un acento marcadamente extranjero, me dijo: “No están muertos, siguen de parranda”.