No es tanto la universidad, es la escuela
Mi experiencia como fiscal en las últimas tres elecciones, en una escuela del conurbano, a pocos kilómetros de la Casa Rosada, fue dura. Cuando ingresé al baño, quedé espantado. Los compartimientos de los inodoros habían perdido sus puertas. Mi pregunta saltó de inmediato: ¿cómo se arreglan los chicos? Este cuadro era apenas una muestra del corroído edificio donde se educan los niños del barrio, pese al esfuerzo del personal. ¿Cómo es posible educar así? La mayor parte del gasto público se dirige al campo social. Pero, paradójicamente, la falta de atención sobre las necesidades más elementales es una realidad difícil de tragar. Que avergüenza.
Afirma Dan Acemoglu, recientemente premiado por la Academia Sueca: “Estoy mucho más preocupado por la educación primaria y secundaria (que por la terciaria). Los alumnos no están aprendiendo habilidades valiosas. Esto requiere algún tipo de inversión y algún compromiso para crear igualdad de oportunidades”.
El gasto social debe proveer servicios públicos, pero, principalmente, lo debe hacer cumpliendo con lo más elemental, esto es, con la educación, más precisamente aquella dirigida a toda la población, cosa que desde hace décadas no se realiza. La educación pública primaria y secundaria es un servicio público esencial para que todos accedan gratuitamente a los conocimientos básicos que aseguren su subsistencia y, seguramente, su ascenso social. La escuela es el comienzo del proceso educativo y ella debe cubrir al espectro social completo. Desde lo más bajo hasta lo más alto.
Pero la realidad no se asemeja en nada al ideario de la república tal como la concibieron Avellaneda, Sarmiento y Alberdi: solo aquellos en condiciones de pagar (salvo contadas excepciones) reciben una educación equiparable a la de países avanzados y, por lo tanto, ellos son catapultados a la educación superior, cuando a la mayor parte se le presenta un escollo generalmente infranqueable. Los números son elocuentes: alrededor del 35% de los alumnos de primaria asisten a escuelas privadas. Solo el 15% de la población estudiantil de nivel primario del quintil de mayor ingreso asiste a la escuela pública. Parece que no solo los ricos, sino también los pobres rehúyen la escuela pública.
Las pruebas son contundentes. Los resultados del Estudio Regional Comparativo y Explicativo, de la Unesco (ERCE) de 2019 revelan que la mitad de los estudiantes de tercer grado tienen dificultades para comprender lo que leen. El 73% de los alumnos de 15 años son incapaces de resolver una operación matemática básica (PISA, 2022).
Las cifras de egreso de la educación secundaria marcan un déficit importante. La tasa de egreso (indicador que incluye a quienes pueden haber repetido una o más veces en el curso de nivel) gira en torno al 54%; la tasa de egreso a término u oportuna (sin mediar repeticiones) lo hace sin alcanzar el 30%.
Mientras la escuela estatal carece de lo más elemental, el Estado debe financiar la educación universitaria, que, en definitiva, está destinada a un grupo minoritario. Claramente acá hay un problema de equidad. En el nivel socioeconómico más alto, el 51% de los mayores de 25 años consiguen completar la universidad y en el decil más bajo únicamente el 2% de la población termina la universidad (Observatorio de Argentinos por la Educación).
Solo con los dedos de una mano se pueden contar los países que tienen, simultáneamente, ingreso irrestricto y gratuidad. Y no solo para sus ciudadanos, también para los extranjeros. La Argentina es uno de ellos. El fracaso de miles de estudiantes que vegetan en universidades de las que no se graduarán capta fondos que deberían destinarse a las escuelas.
Economista; consejero académico de Libertad y Progreso; profesor de maestría en Ucema, Unnoba, UCA y UCC; exdirector de la sede Pilar de la USAL