No es la lluvia lo que deja sumergido al conurbano
Las inundaciones son, como tantos otros flagelos que sufren nuestras ciudades, la consecuencia de una idea del Estado que se enamora de los eslóganes y descree de la gestión
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Hace apenas una semana, la escena en el conurbano era angustiante y desoladora: familias con cuarenta centímetros de agua en el comedor de sus casas; calles completamente anegadas; comercios con heladeras, computadoras y mercaderías arruinadas; cables caídos y gigantescos apagones; personas electrocutadas y autos flotando en subsuelos inundados. Partidos como los de Avellaneda, La Matanza, Quilmes o la propia capital de la provincia sufrieron situaciones dramáticas. ¿Fue culpa de la lluvia o de la política? ¿Es el agua la que provoca semejante daño o es, en realidad, una cultura gubernamental cada vez más alejada de los criterios técnicos, de la gestión eficiente, de la planificación y del abordaje riguroso de los asuntos públicos? Las preguntas obligan a poner la lupa sobre las gestiones municipales y el gobierno bonaerense. Y no es necesario indagar demasiado para advertir que son administraciones viciadas, cada vez más grandes y a la vez más ineficientes, en las que sobran militantes y faltan ingenieros, urbanistas, ambientalistas y técnicos hidráulicos. Son gestiones enredadas en la lógica cortoplacista de la politiquería, sin horizontes de largo plazo, sin ideas innovadoras, sin planes estructurales.
Lejos de ser una desgracia inevitable, las inundaciones son, como tantos otros flagelos que sufren nuestras ciudades, la consecuencia de una idea del Estado que se enamora de los eslóganes mientras descree de la administración y la gestión, a las que “la política” suele descalificar, con tono peyorativo, como conceptos asociados a una “tecnocracia”.
Muchas ciudades bonaerenses, empezando por la capital de la provincia, registran un penoso retroceso en materia de ordenamiento urbano y en la calidad de su infraestructura y sus servicios básicos. Ni hablar de la degradación de sus espacios públicos. No solo están alejadas de los modelos tecnológicos que han incorporado, en muchos países del mundo, las llamadas “ciudades inteligentes”, sino que han involucionado de una manera escandalosa: no pueden garantizar la higiene urbana, no hacen mantenimiento constante de los sistemas de desagües y alcantarillas, no fumigan en tiempo y forma (y por eso se potencian epidemias como la del dengue y plagas de roedores), no ejecutan planes de conservación forestal, de saneamiento de arroyos ni de lagos ni fuentes artificiales. En cualquiera de los centros urbanos que integran la llamada área metropolitana, bastará fijar la vista con atención para observar huellas de abandono, vandalismo, suciedad, descuido y deterioro. Se han convertido en ciudades insalubres, a pesar de que algunas de ellas, como La Plata, solían ser una referencia de vanguardismo urbanista y de lo que en el siglo XIX se definía como el higienismo, precursor de la ecología y las ciencias del medio ambiente.
La degradación se ha acentuado en ciudades donde, a la vez, el Estado ha tenido un crecimiento desmesurado, con estructuras cada vez más grandes, pero a la vez menos eficientes y mucho más opacas. Los datos de La Plata son elocuentes y representativos de lo que ha pasado en casi todas las intendencias del Gran Buenos Aires: en 1984 el municipio tenía 1600 empleados; en 2007 había pasado a 3800 y en 2023 llegaron a 12.573. La plantilla de empleados municipales se multiplicó por ocho, cuando la población ni siquiera llegó a duplicarse en ese mismo período. Pero el actual intendente acaba de denunciar en la Justicia que el 55% de esos empleados no iban a trabajar: eran ñoquis.
Al mismo tiempo que engordaba su planta de personal, el municipio se desentendía del mantenimiento de espacios verdes, del alumbrado público, del barrido de las calles y las tareas de poda. Para la prestación de esos servicios se apeló a un vidrioso entramado de cooperativas y contratistas del Estado que aumentaron los desequilibrios de las cuentas municipales tanto como favorecieron los circuitos de la corrupción. Al vecino se le cobran tasas cada vez más exorbitantes, para prestarle servicios cada vez más deficientes: una ecuación que ahora ha exacerbado y fomenta la Provincia, con un brutal impuestazo en el Inmobiliario y la patente. Esas mismas familias que hace siete días sufrían con el agua hasta las rodillas acaban de recibir boletas del Inmobiliario con aumentos que, en algunos casos, llegan hasta el 500%.
La discusión pública, mientras tanto, se empeña en mirar para otro lado. Apenas baja el agua, nos olvidamos de las inundaciones. Hoy mismo, parece un tema viejo: la política ha optado por enfrascarse en un debate sobre los 70 y el 24 de marzo.
La calidad de vida en las ciudades y el planeamiento urbano son cuestiones que ni siquiera figuran en la agenda del poder. Aunque tiene que ver con nuestra vida cotidiana, y afecta tanto nuestra seguridad como nuestro patrimonio, nuestra salud y nuestro bienestar, el urbanismo parece una asignatura teórica. La gestión municipal se ve como una escala periférica de la actividad política. Lo vecinal se asocia con “lo pequeño” mientras la gestión pública se aleja de las nociones de servicio, de planificación, de largo plazo. El debate sobre las ciudades ni siquiera aparece con nitidez en las campañas electorales: al no hacerse por separado, los comicios municipales se ven opacados por los nacionales y provinciales. Los candidatos a intendentes y concejales apuestan más al arrastre de un postulante a la presidencia y a la gobernación que a los proyectos para el desarrollo y la mejora de la calidad de vida en la dimensión local. Los vecinos no conocen a los concejales, que parecen encontrar en la lista sábana más un escondite que una vidriera. En La Plata, por ejemplo, el único edil que se ha colado en la conversación pública es el massista Facundo Albini, famoso por ser uno de los jefes de Chocolate Rigau y liderar esa trama de empleados fantasmas en la Legislatura provincial y, aparentemente, también en el municipio.
Pero debajo de ese caudal de agua turbia que, con penosa frecuencia, agobia al conurbano bonaerense, subyace también un fenómeno que hemos tendido a naturalizar: el desmantelamiento de las áreas técnicas del Estado. Los profesionales de carrera han sido arrinconados; no hay capacitación ni concursos. Y organismos o empresas públicas vinculados a cuestiones ambientales, hidráulicas, de saneamiento e infraestructura han sido colonizadas por facciones políticas, en una suerte de “loteo” entre diferentes tribus partidarias y sindicales. Aguas Bonaerenses, por ejemplo, lleva décadas manejada por militantes o “cajeros” políticos, entre los que sobresalió Guillermo Scarcella, recordado ahora por sus confusas vinculaciones con el juez Lijo y los costados más oscuros del mundo en el que se cruzan la Justicia y los negocios. Lo mismo había ocurrido en Aysa, que fue conducida en el gobierno anterior por una militante sin ninguna experiencia en algo tan específico y complejo como el sistema sanitario de uno de los más densos conglomerados urbanos de Sudamérica. Pero hay casos menos visibles en los que se ha enquistado esa misma deformación. La Ceamse, de la que depende nada menos que el tratamiento de los residuos de toda el área metropolitana, es conducida por una dirigente “de Ferraresi” (el intendente de la inundada Avellaneda), que antes se había desempeñado como presidenta de un consejo municipal de Políticas de Inclusión. La versatilidad de los militantes puede resultar asombrosa, pero responde a una máxima de la política: “vos agarrá y después vemos”. ¿Quién es el vicepresidente de la Ceamse, en representación de la ciudad de Buenos Aires? El ubicuo Claudio “Chiqui” Tapia, que aparentemente se distrae un rato de la AFA para ocuparse en los ratos libres de un tema tan sencillito como el reciclaje a gran escala de los desechos urbanos. Cuentan que Tapia llegó a ese lugar, al que se aferra con esmero, por un antiguo acuerdo entre Larreta y Moyano.
Parecen datos inconexos, algunos casi pintorescos, pero tal vez ayuden a entender lo que vemos alrededor: ciudades degradadas que hoy exhiben dificultades hasta para mantener la higiene urbana. En esos desagües obstruidos por desechos, esos basurales que atraen insectos y roedores en cada esquina del conurbano, esos parques oscuros y descuidados, donde ni siquiera se conservan limpios los lagos o estanques recreativos, está el primer eslabón de un Estado fracasado. La Plata, La Matanza, Quilmes o Avellaneda, por citar solo algunos casos, no se inundaron la semana pasada porque llovió mucho. Se inundaron por décadas de gobiernos municipales y por una administración provincial donde Insaurralde era, hasta hace cinco minutos, el modelo de dirigente exitoso. Se inundaron por un Estado corroído por la corrupción, el “ñoquismo”, el empleo militante, la negligencia y la degradación de sus estructuras técnicas.
Sumergidas bajo el agua, muchas ciudades bonaerenses, especialmente del conurbano, deben empezar por el principio: recuperar la noción de servicio, de planificación y cuidado del espacio público. Ben Wilson, un historiador británico especializado en el estudio de las metrópolis, lo pone en perspectiva: “Pocas cosas encarnan mejor el esfuerzo cívico colectivo que la seriedad con que una ciudad se ocupa de su tonelaje diario de residuos humanos”. La política tal vez debería volver a recoger la basura. Al menos si no quiere que la acusen de parecerse a ella.