No es hora para que los intelectuales hagan silencio
Sorprende el silencio de la mayoría de nuestros intelectuales críticos. Aclaro que no me refiero a los profesionales de las ciencias naturales o sociales que se dedican a sus tareas específicas sin interesarse demasiado por la cosa pública. Tampoco, claro, a quienes aprovechan sus cátedras mal habidas para hacerle propaganda al Gobierno.
Hablo de los intelectuales que, en la tradición del J’accuse de Emile Zola, cuestionan los desvaríos del poder. Ocurre que tenemos un presidente irrelevante e incoherente, elegido a dedo por una vicepresidenta ávida de perpetuarse, cuyos desatinos buscan por sobre todo asegurar su impunidad y la de quienes saquearon al país junto con ella. Mientras tanto, la economía argentina atraviesa una de las crisis más profundas de su historia. En los tres primeros trimestres de 2020, el PBI cayó casi un 12% en relación con el mismo período del año anterior; el consumo privado se contrajo un 14,6%, y la inversión bruta interna fija bajó un apabullante 22,3%. No me olvido de la pandemia y de sus efectos devastadores. Pero, a diferencia del resto de los países de la región (salvo Venezuela), vivimos en un régimen de altísima inflación, en el que disminuyen el empleo y el poder adquisitivo de los salarios al tiempo que se multiplican los negociados, se condonan deudas impositivas cuantiosas y se ahonda la desigualdad entre ricos y pobres.
El silencio de los intelectuales es sustituido por las valientes y documentadas investigaciones y denuncias de sectores del periodismo no alineados con el Gobierno. Pero esto tiene un costo. Por su propia naturaleza, el periodismo tiende a centrarse en el acontecimiento, esto es, en una historia inmediata que deja poco lugar para la elaboración de reflexiones de mediano y largo plazo acerca de los cambios que se necesitan. Para peor, abundan los columnistas de verba ampulosa que repiten a los periodistas sin hacer propuesta alguna. La consecuencia es que crecen la indignación y el descreimiento públicos, pero queda poco espacio para la discusión de alternativas que vayan más allá de un retorno directo o indirecto al pasado. Es lo que plantean los sedicentes expertos económicos preferidos de los medios, que fracasaron cuando tuvieron cargos oficiales y ahora opinan desde sus consultoras, que asesoran a las empresas que medran con la situación.
Pasa que hoy más que nunca hay que profundizar el análisis y mirar más allá de la coyuntura. No solo por la gravedad de la crisis, sino porque la historia enseña que los negacionismos son campo propicio para la emergencia de dictadores que, más tarde o más temprano, se erigen en salvadores de la patria. Pasó en Alemania durante la Primera Guerra Mundial. En 1918, la aristocracia semifeudal que rodeaba al emperador Guillermo II aseguró hasta último momento que sus ejércitos se estaban imponiendo en el campo de batalla y que la derrota se debía exclusivamente a los malos manejos de sus diplomáticos. Esto era bien recibido por soldados que regresaban maltrechos y por fracciones de la población civil abrumadas por el desastre. Fue el terreno en el que con el tiempo iba a cobrar fuerza la figura de Adolfo Hitler. Algo parecido sucedió en Italia con Benito Mussolini, cuando Woodrow Wilson maniobró para que se ignorasen los compromisos adquiridos y los aliados no le restituyeran al país ni el Fiume ni la Dalmacia, en lo que D’Annunzio llamó "una victoria humillada". Ahora, la democracia norteamericana se tambalea ante las mentiras y negaciones de Donald Trump, sostenido en sus delirios por más de un tercio del electorado.
Por nuestra parte, si algo ha caracterizado a la Argentina es la sistemática negación de los principios de la democracia liberal contenidos en la Constitución, desde el elitismo excluyente de la República Oligárquica hasta los gobiernos militares, el populismo corporatista, las proscripciones y el rechazo a la división de poderes, que culminan en el empeño actual por anular al Legislativo y someter al Poder Judicial, ante la indiferencia o el apoyo de una parte importante de la población.
¿Cómo oponerse a esto? Ante todo, recuperando una vieja distinción entre las guerras de movimiento y de posiciones. En el primer caso, los adversarios se enfrentan cara a cara en batallas que buscan ser rápidas y decisivas. En el segundo, se va conquistando terreno más lentamente, cavando trincheras y tratando de minar de modo paulatino la resistencia del rival. El autoritarismo y la falta de respeto a la ley están tan enquistados en el país que para desmontarlos hacen falta tiempo y organización, que permitan ganar posiciones elaborando y debatiendo proyectos sustentables en diversos niveles de acción.
Para mostrarlo, me voy a ceñir aquí a un par de ejemplos, que apuntan a la gran centralidad que adquiere hoy el plano cultural, esto es, los modos en los que interpretamos la realidad. Primeramente, la pandemia ha puesto en descubierto las magras remuneraciones del personal sanitario, que no se condicen con su dedicación, su esfuerzo y los riesgos que corre. De ahí los paros que se registran en procura de mejores salarios. Sin embargo, en lugares como Nueva Zelanda se han atrevido a soluciones mucho más creativas, que abren paso a un nuevo paradigma que deberíamos discutir. Aludo a la puesta en cuestión del sistema salarial mismo, concebido durante el surgimiento del capitalismo industrial en términos de una división entre ramas productivas (alimentos, textiles, construcción, etc.). ¿Por qué no adaptar el enfoque a nuestra época y clasificar a los trabajadores en categorías que tengan en cuenta no solo su especialidad, sino también sus tiempos de formación, la intensidad de su desempeño, su relevancia social y los peligros a que se exponen? Para ello, los neozelandeses convocaron a empresarios y sindicalistas junto con una pluralidad de expertos. Uno de los resultados inmediatos fue subir varias categorías al personal de la salud y también a los docentes. Entre nosotros, una discusión semejante sacudiría las estructuras corporatistas y pondría en jaque a los empresarios y sindicalistas corruptos que se aferran a ellas.
Otro tema crucial concierne a una lucha contra la pobreza y la desigualdad que garantice sin dobleces el derecho a existir. Así, en Finlandia, España, Canadá y Holanda se hallan en curso pruebas piloto para dotar en forma incondicional de una renta básica a los más necesitados. (El objeto de la incondicionalidad es impedir los manejos políticos y burocráticos). Nuestros dirigentes hablan de una reforma fiscal que ni especifican ni impulsan. Es la ocasión para promover una Renta Básica Universal (RBU), o sea, una asignación monetaria pública regular e incondicional para todos los habitantes. ¿Cómo se financiaría? Precisamente a través de una reforma fiscal progresiva que transfiera recursos de un 20% de la población al 80% restante. El asunto no ha sido ajeno a la derecha neoliberal (Milton Friedman lo denominó "impuesto negativo sobre la renta") con el abierto propósito de liquidar el Estado de Bienestar, de manera que sus beneficiarios fuesen quienes terminaran financiando la RBU. Por el contrario, desarrollar y explicar los alcances de una RBU basada en una reforma fiscal progresiva sería una buena manera de sacar partido de nuestro atraso y de avanzar posiciones para lograr una sociedad más justa y menos descreída.
De algo estoy seguro y he querido ilustrar con estos ejemplos: no son tiempos para que los intelectuales críticos se refugien en el silencio.ß