No dividen los muros, sino la desigualdad
En momentos en que Trump propone levantar una pared entre EE.UU. y México, una serie como The Bridge muestra que las culturas distintas pueden resultar complementarias; sin embargo, a veces el poder económico puede más que los puentes
CIUDAD DE MÉXICO.- Lo bueno de irse a la cama tras ver el último capítulo de una de las grandes series televisivas contemporáneas es que uno se duerme con la sensación de entender cómo funciona el mundo. Hoy nadie ignora que en la política prosperan los inescrupulosos, pero el espectáculo de la corrupción se comprende mejor gracias a las ambiciones personales que Frank Underwood pone en movimiento en House of Cards. Aunque todas las teorías de posibles conspiraciones son atractivas, ninguna resulta más convincente que la trama de obsesión y locura con la que Homeland explica el espionaje y la seguridad global. Y si bien es cierto que desde Shakespeare está claro que el ser humano es capaz de todo con tal de conservar el poder, no menos cierto es que Game of Thrones retoma esa certeza para subrayar que las aristocracias en pugna se miden por su capacidad para ser impunes y crueles. La lista de series que revelan el lado oscuro de nuestra época es larga y, a su manera, reconforta. Cada una expone la trastienda de una pesadilla actual y al fan le queda el consuelo de creer que, además de espectador, es testigo y partícipe de la cadena de secretos que se susurran a su alrededor.
La fuerza de ese atractivo también está presente en The Bridge, producción de FX basada en la original sueca Bron/Broen. Protagonizada por Diane Kruger y Demián Bichir, la serie ubica una extraña sucesión de asesinatos en la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez, escenario regional donde los policías Sonya Cross (Kruger) y Marco Ruiz (Bichir) se verán obligados a trabajar juntos en la resolución del caso y dejar de lado las diferencias culturales con las que crecieron a ambos lados de la línea fronteriza. Narrada con el macabro antecedente social de las “muertas de Juárez” (más de 800 mujeres asesinadas entre 1993 y 2013, sin culpables a la vista), The Bridge se construye a partir del tópico por el cual se recuerda que, al menos entre 2010 y 2014, mientras los femicidios y la violencia del narcotráfico campeaban con la complicidad de las instituciones al otro lado del puente, El Paso reportaba los índices más bajos de criminalidad en Estados Unidos. ¿Cómo era posible que al mismo tiempo que el turismo sexual, el crimen organizado, la industria maquiladora multinacional y los asentamientos irregulares de migrantes dominaban Ciudad Juárez apenas unos metros más allá todo desapareciera como por arte de magia? A su manera, The Bridge recupera esa incógnita y la instala en el corazón de una historia policial donde la lógica de Cross y los miedos de Ruiz evocan los desencuentros históricos entre Estados Unidos y México, pero también entre cierto Primer Mundo y América latina.
Como buen thriller, The Bridge seduce sobre todo por su potencia simbólica. Para que los crímenes se resuelvan, no alcanza con el profesionalismo de Cross ni con los contactos en el submundo que posee Ruiz. Lo que se necesita, sobre todo, es sostener el puente cultural que une a ambas sociedades, trabajar en pos de un entendimiento mutuo que apueste a la convivencia y el desarrollo a pesar de diferencias que, en definitiva, se complementan. El mensaje no oculta su trasfondo político y resuena con más fuerza que nunca justo cuando Estados Unidos debate la propuesta de levantar un muro fronterizo de 3185 kilómetros.
Vista en tiempos de Brexit, la serie cumple con su insólito rol de reconfortar al espectador. Aun cuando el candidato Donald Trump les haga creer a propios y extraños que su nación sólo volverá a ser grande si controla a los migrantes latinos y árabes, y aun cuando la Europa del libre tránsito se diluya con el anuncio de Hungría de construir una valla de 175 kilómetros en su frontera con Serbia, la idea del puente que une en lugar del muro que separa todavía permanece. En una ficción televisiva, pero sigue viva.
Tan viva está que algunos hasta la han convertido en realidad. The floating piers, el proyecto más reciente del artista búlgaro Christo, une tres islas del lago italiano Iseo con un puente de tres kilómetros que le brinda al paseante la sensación de caminar sobre el agua. Fotos y videos de la extraordinaria puesta de Christo se viralizaron desde su instalación, en abril pasado, y muchas de esas imágenes que surcaron las redes sociales iban acompañadas de la frase “mientras unos hablan de construir muros, otros hacen puentes”. Como en The Bridge, el concepto de The floating piers parecía llamar al descubrimiento del otro, un proceso indispensable y urgente que sienta las bases de la armonía social. Una vez más, el reclamo de la cultura consistía en tender puentes. Dejarse permear por el bagaje de experiencias que el extranjero trae consigo. Perder el miedo a reconocerse en los demás. Admitir que uno sólo es tal si vive en sociedad, sin aislamientos fundamentalistas que agitan el odio a la diferencia y el miedo a lo desconocido.
Curiosamente, las buenas intenciones que se advierten tanto en la obra de Christo como en la serie de FX no terminan de responder el interrogante que, por cierto, define a The Bridge: ¿por qué a un lado de la frontera gobiernan la violencia y la sinrazón y en el otro sólo hay calma y prosperidad? Una respuesta posible asoma, tal vez, si se observa la frontera como un espacio de tránsitos desiguales e inevitables, más gobernados por el poder del dinero que por la voluntad política de instalar puentes o muros. En el caso del área donde transcurre The Bridge, antes y después de que Estados Unidos creara la patrulla fronteriza, en mayo de 1924, los flujos migratorios de México hacia el Norte sostenían buena parte de la economía rural de Texas, California, Arizona y Nuevo México, y las sucesivas amenazas de deportaciones sirvieron, como ahora, para abaratar el costo de esa mano de obra migrante.
En su clásico libro El cartel (2002), el periodista mexicano Jesús Blancornelas recuerda que los principales pistoleros del cartel de los Arellano Félix, en Tijuana, alojaban a sus familiares más queridos en las grandes residencias que poseían al otro lado de la frontera, en San Diego. Y a esta altura del desarrollo del narcotráfico en México nadie ignora que las plazas más disputadas por los carteles son aquellas que albergan las rutas hacia el mercado consumidor más grande del mundo.
Al contrario de lo que sugiere The Bridge, podría ser que las fronteras no las definan los puentes ni las barreras, sino el poder de quien impone las reglas que permiten traspasarlos, para que unos estén al servicio de otros. Su marco es el contraste y las polaridades enfrentadas, no la mezcla híbrida que celebra el contacto mutuo. El muro infranqueable que propone Trump es tan ilusorio como creer que los puentes permiten un entendimiento negado por las desigualdades y asimetrías entre dos realidades económicas opuestas.
“¿Qué es la frontera? Un territorio donde las culturas quieren darse, eternamente, la espalda”, escribió en 2004 el ensayista mexicano Heriberto Yépez. En la intimidad de la noche, el espectador de las notables series actuales se adormece sin saber que la realidad suele ser más incómoda, compleja e inasible que un programa de televisión. Como si la pantalla, a veces, no fuera una frontera.