No desperdiciar una ventaja
Lo vivimos cuando una presidenta abría la boca y era como pegarse un tiro en el pie: una mala política exterior puede perjudicar mucho a un país, pero una buena influye con menos intensidad. Ninguna política exterior convence sin la compañía de una buena política interior.
Como un vendedor puerta a puerta, Macri tiene éxito en el mundo con un símil internacional del timbreo que tanto le rindió aquí en la campaña electoral. Si la política exterior es una vidriera, ha conseguido exhibir bien a la Argentina potencial. Pero está resultando mucho menos exitoso en mostrar logros internos que aprovechen ese potencial. Un diez en generar expectativas y un aplazo en resultados concretos.
El del G-20 no fue solo un éxito de hotelería. Impresionamos bastante a los líderes y la prensa mundial y también se consiguieron menores pero verificables avances para el interés nacional. Trump lo había graficado bien: "yo quería hablar de Corea del Norte y Mauricio me habló de limones". Hizo bien el argentino: zapatero a tus zapatos y cada uno busca lo que en cada momento su país necesita.
Luego de la rica cosecha de imagen exterior stockeada desde que asumió hasta el final del G-20, Macri enfrenta ahora su reelección. Pero para la opinión pública argentina los éxitos afuera influyen poco adentro. Al mundo lo miramos casi solo para echarle la culpa de todo lo malo que nos pasa, cosa de disimular nuestras propias responsabilidades. Se reza para que Macri pegue con Bolsonaro la misma empatía que tiene con Trump, pero todos los personalismos tiene su límite y –con las excepciones que siempre hay que consignar- nuestro actual cuerpo diplomático mucho no podrá ayudar: después del tsunami moral del kirchnerismo tiene, con seguridad, el peor plantel profesional desde que regresó la democracia. Para entronizar cuadruplicada a la militancia, que, por otro lado, subsiste intocada, se empujó a la jubilación anticipada a la mayoría de los mejores diplomáticos y hoy no luce como el organismo altamente eficiente que por muchos años fue, capaz de aprovechar hacia adentro la probada buena voluntad que el mundo nos envía desde afuera.
Más cuando el carácter y la ideología de Bolsonaro amenazan con reflotar los ensueños que ya se creían superados de un Brasil hegemón, ya no primus inter pares sino directamente como un benévolo subgerente regional. Su pública adscripción acrítica a las políticas de EE.UU. y el aflojamiento de sus compromisos con el Mercosur parecen confirmar esos temores, fogoneados por un discurso oficial propio de la Guerra Fría y un canciller que, literalmente, propone una cruzada medieval contra el comunismo residual que percibe perversamente inficionado en las entretelas de toda nuestra cultura occidental.
Todos deseamos que a Brasil siempre le vaya bien, pero la comparación de Macri con Bolsonaro, alimentaría al generalizado reproche de por qué nuestro presidente no tomó, de entrada, medidas drásticas en lugar del paso a paso. De nuevo, no todo el éxito exterior con Brasil podría redundar en beneficios electorales para Macri.
La política exterior de Macri es el área en que, por lejos, menos críticas y más aplausos recibe. Buena nota para el gobierno, aunque no mérito exclusivo, como gustan plagiar algunos de sus operadores: ya de mucho antes que llegara Macri, la sociedad argentina reclamaba como política exterior de estado las buenas relaciones con Occidente, avance con Brasil y los vecinos, giro hacia el Pacífico, realismo con Gran Bretaña, una defensa cooperativa y la mayor coordinación económica posible. Ya era un consenso abrumador generado en los Ochenta y los Noventa, que Cambiemos no inventó sino que simplemente desempolvó luego del delirio populista. Argentina tiene pocas políticas de estado y esta política exterior de estado, todavía plena de anuncios pero flaca en resultados, bien podría apalancarnos para construir otras, simplemente haciendo las cosas bien. Como antes de ahora otros argentinos hicimos esta política exterior que sigue hoy exitosa.
(*) el autor es exvicecanciller de Guido Di Tella