No dejarse ganar por la resignación
Decenas de miles de argentinos salieron a las calles y plazas del país en la noche del lunes, día que nos despertó sacudidos por la noticia de la muerte del fiscal Nisman en las vísperas de su comparecencia ante el Congreso. Fue una manifestación popular diferente a cualquier otra. Sin resquicio alguno para el júbilo, tampoco fue una concentración previsible ni convocada con anticipación como aquellas multitudinarias del año 2013. Esta vez la cita, a través de las redes sociales, surgió en verdad de modo inmediato y espontáneo desde el interior de cada uno de los asistentes.
En la Plaza de Mayo, no hubo gritos ni cantos, sino un doloroso silencio, apenas interrumpido cada tanto por el aplauso, que, bien lejos del sentido festivo, era sólo un gesto para dar el presente y llamar la atención. Se respiraba un ambiente muy particular, de corazones consternados. En las miradas, podía advertirse un mismo desconsuelo. Se palpaba bronca e impotencia, y en muchas almas también algún seguro e inconfesado temor.
A los hechos, que naturalmente conmovían, se agregaba la evidencia de que otra vez quedaba afectada la posibilidad de avanzar en el esclarecimiento del atentado ocurrido en la AMIA hace más de 20 años, lo que suma vergüenza y frustración. El fiscal Nisman es una nueva víctima del atentado, pero su muerte no debe significar el fin de la investigación, como bien se resaltó 48 horas después en el masivo acto convocado por las dos principales instituciones de la comunidad judía.
Sufrimos la violencia de los años 70 y el solo sobrevuelo del fantasma del terror nos agobia y abruma. Padecemos el dolor de una Argentina que parece víctima de una enfermedad incurable y progresiva.
Si a la notoria y reprochable embestida que el gobierno nacional mantiene contra la independencia del Poder Judicial se le añade la trágica comprobación de que los servicios de espionaje se encuentran desmadrados, envueltos en enfrentamientos facciosos, entonces a los ciudadanos comunes sólo les queda el desamparo.
Frente a ese clima imperante, la movilización popular y el posterior acto frente a la sede de la AMIA tuvieron el mérito de expresar la voluntad de no dejarse ganar por la resignación, así como el de procurar detener el oscuro camino hacia el abismo de un país dominado por las mafias y la impunidad.
Aun bajo el desasosiego, estos encuentros evidencian la decisión de estar y marchar juntos para encontrar un nuevo rumbo, aunque ese rumbo no será hallado sólo a fuerza de autoconvocatorias.
Deambular el lunes por la plaza permitía oír el canto del himno nacional entonado por gente agrupada en diferentes sectores y desconectada entre sí, pese a la unidad de sentimientos. La ausencia de guía y organización, previsible en un encuentro de estas características, se insinuaba, paradojalmente, como un reflejo de aquello que hoy nos falta en rigor como sociedad.
Las soluciones de fondo llegarán, gradualmente, con una ciudadanía más responsable y comprometida, pero ese proceso requiere del surgimiento y consolidación de liderazgos y dirigentes capaces de proponer un cambio verdadero.
No se trata sólo de una cuestión electoral. Se trata de dar con la llave que abre la puerta para vivir con más y mejor democracia, recuperar la concordia y alcanzar el desarrollo integral. Debemos marchar como pueblo hacia esos objetivos, que son nuestra tierra prometida.
El autor es licenciado en Ciencia Política y abogado
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