No basta con el fiscal muerto, hay que devorárselo
"Así es como se devora una ballena: de un mordisco a la vez. El camino hacia el poder está pavimentado de hipocresía. Sólo hay una regla: cazar o ser cazado. No puedo respetar al que no vea la diferencia entre dinero y poder. El dinero es una mansión que empieza a caerse después de diez años; el poder es un viejo edificio de piedra que sobrevive por siglos." Éstas son algunas de las premisas que rigen la vida pública de Frank Underwood, el ambicioso político sureño que protagoniza la célebre serie House of Cards, cuya tercera temporada acaba de comenzar. Como se sabe, el guión de la serie es una adaptación de la novela inglesa del mismo nombre, escrita por Michael Dobbs y vertida al castellano con el título Castillo de naipes. Para concebir la historia, Dobbs se basó en la experiencia antes que en la especulación: entre otros cargos, fue jefe de gabinete de Margaret Thatcher, con quien terminó peleado. Según su testimonio, el final de la relación precipitó la escritura del libro.
Se conoce ampliamente esa circunstancia. No consta, en cambio, que Dobbs estuviera familiarizado, al momento de escribir, con las tesis de Elías Canetti, el filósofo y ensayista de origen búlgaro que tal vez haya concebido la más incisiva interpretación del poder conocida en el siglo pasado. El político ambicioso y perverso es un personaje de Dobbs, pero bien pudo haber sido una ilustración de las ideas de Canetti. El novelista y el filósofo convergen para mostrar la naturaleza fáctica y abrumadora del poder, no sólo la psicología de los sujetos que lo ejercen. La idea de que el poder pasa por atrapar y deglutir resulta clave en esta visión: la víctima del poderoso es la presa; se la agarra, se hace presión sobre ella, se la aplasta y se la devora. Un mordisco a la vez, como proclama Underwood o, más académicamente, según concluye Canetti: el acto esencial del poder consiste en agarrar la presa y tragársela; todo poderoso emula a un felino y quiere parecerse a él. "El instrumento más notorio del poder, que el hombre como muchos animales lleva consigo, son los dientes", escribe Canetti.
Cuando Aníbal Fernández trató de turro y sinvergüenza al fallecido fiscal Nisman, consumó una operación de este tipo, consustancial al poder desnudo, que no reconoce límites ni responsabilidad. Según esa lógica devastadora, no alcanza con que el fiscal esté muerto, es necesario devorárselo. Pero antes, y esto resulta decisivo, debe jugarse con su cuerpo, como el felino juega con el despojo de la víctima ocasional. Hay que ejercer de "gato maula" hasta transformar a la víctima en "mísero ratón". Así quedan despejados los campos y esclarecido el auditorio: miseria y desprecio del lado del muerto; discrecionalidad y hambre saciada del lado del poder.
Para que un ministro insulte, a la luz del día y con impunidad, a un fiscal muerto que acusó a su gobierno, deben darse algunas condiciones. En este punto, quizá sea conveniente ampliar la mirada y observar ciertos fenómenos. En primer lugar, que en una democracia el poder no lo ejerce sólo el gobierno; segundo, que la sociedad deriva sin remedio hacia el consumo y el espectáculo, degradando cada vez más la cultura política; y, tercero, que la hipocresía y el dinero pavimentan como tal vez nunca antes el camino de los poderosos, algo que los Frank Underwood de este mundo -en la política o en los negocios- conocen muy bien.
La impresión es que Aníbal Fernández pudo destruir la memoria de Nisman, convirtiéndolo en un guiñapo, porque contó con diversas formas de complicidad, conscientes o inconscientes, explícitas o implícitas. Antes de que lo estigmatizara, la televisión ya lo había convertido en un caso criminal y luego en un espectáculo morboso, alimentado por chismes y por fotos vendidas en la penumbra, que oculta los vínculos de la policía con el periodismo venal y la industria del espectáculo a cualquier precio. La ocasional compañera de fiestas del fiscal, convertida por un medio independiente en modelo semidesnuda que posa tapándose el sexo con una guitarra eléctrica, da qué pensar. Las redes sociales hicieron el resto difundiendo hasta la náusea el material degradante. Viralizar la vida privada de la víctima puede ser el aperitivo para devorársela, algo que Elías Canetti no pudo imaginar.
Si no hay reacción popular o no avanza el caso en la Justicia, la operación de destruir a Nisman se habrá completado en poco tiempo. Para acabar con su memoria, el Gobierno contó con la indiferencia y la desmovilización de la mayoría, que mira para otro lado. Y con ciertos medios audiovisuales y escritos -de una y otra orilla del espectro ideológico- que se empeñaron en banalizar su trayectoria, con rédito económico seguro. En tales condiciones, la imagen del fiscal puede haber entrado en un deterioro irreversible. Ése sería el éxito digestivo de Aníbal Fernández, que acaso el resto de los poderes institucionales del país, empezando por la Justicia, aún pueda impedir. Por el bien de la democracia y sus promesas, es preciso sacar a Nisman de las fauces del kirchnerismo cuanto antes.