Nisman, el único actor creíble en la trama
La más formidable acumulación de poder desde el regreso de la democracia, y ni siquiera así alcanzó. La muerte del fiscal Nisman mostró la paradoja de que, cuando con más vigor buscó sujetarlos, la Presidenta perdió el control de los organismos de inteligencia. El estremecedor final del fiscal de la causa AMIA confirmará todas sus presunciones acerca de que el poder verdadero siempre está en manos de los otros, como el kirchnerismo siempre buscó hacer creer. Ella se irá del Gobierno envuelta en esa consigna, que servirá para sostener lo que quede de relato en el llano.
El caso Nisman enfrenta de manera inesperada las últimas dos obsesiones de Cristina Kirchner: el control del espionaje interno y el de la tarea de los fiscales, a los que les ha destinado sin pudor sus mayores esfuerzos. Espías y fiscales son instrumentos para el corto y el largo plazo, herramientas con las que atacar ahora y en el futuro defenderse. Esa delicada arquitectura que garantizaría impunidad acaba de derrumbarse.
A mediados de diciembre pasado Cristina Kirchner descabezó la cúpula de la Secretaría de Inteligencia. Reemplazó a su titular, Héctor Icazuriaga, por el hasta entonces secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli. Parrili representa la máxima expresión de obediencia en el Gobierno. A los efectos prácticos, es lo que ha sido Icazuriaga para Kirchner durante 20 años, como indica su historia en común desde la época de Santa Cruz. Salvo que Parrilli es de ella, puro.
El movimiento se llevó a Antonio Stiusso, "bestia negra" de la SI, titular de la Dirección de Contrainteligencia, quien según la versión instalada hace años, sostenía un largo enfrentamiento interno con otro espía, Fernando Pocino, por el control de la secretaría. También perdió el cargo Francisco Larcher, santacruceño como Icazuriaga, número dos de la SI y quien es recordado en las crónicas como el hombre que convenció a la Presidenta de que Sergio Massa no sería candidato y no enfrentaría al Gobierno en las elecciones de 2013.
Si nos atenemos a la versión que ofrece el kirchnerismo en relación con los hechos que condujeron a la muerte de Nisman, el descabezamiento de la SI y la salida de Stiusso fueron determinantes para que se desencadenara la tragedia. Según este guión, Nisman fue instrumento de la guerra interna en los servicios de inteligencia y su suerte quedó atada a las decisiones de Stiusso, principal proveedor de información sobre el atentado a la fiscalía especial del caso AMIA. Su investigación sobre encubrimiento, que alcanza a la Presidenta y al canciller, fue contaminada por datos falsos por esa misma usina, en una precisa urdimbre que compromete además a los medios. Esa trama, una operación desestabilizadora, terminó por cobrarse la vida de Nisman, un hombre que había perdido su voluntad propia e independencia, a tan sólo horas de su presentación ante una comisión del Congreso.
El argumento del kirchnerismo fue aplicado indistintamente a la hipótesis del suicidio inducido y a la de homicidio, según la línea investigativa que trazó la Presidenta en dos publicaciones en redes sociales con diferencia de un día. El giro confirmó a parte de su elenco como hombres de trapo. Aislada frente al estupor general, la convicción final de que se trató de un crimen ha sido el único punto de contacto entre la teoría de la Presidenta y la desoladora sensación colectiva en la Argentina. Tal vez ella coincida secretamente con la fatalidad de que no habrá esclarecimiento: no transmitió ninguna señal sobre el compromiso del Poder Ejecutivo con la tarea de la jueza que investiga la muerte de Nisman.
Puesta a revolver entre la basura, la Presidenta no ha dado ninguna respuesta que esté a la altura de sus verdaderas responsabilidades. No comprende lo que de verdad ocurre o actúa como si así fuera. Víctima de su inestabilidad emocional y de su propio envaramiento, no parece tener conciencia de la dimensión de lo que está enfrentando en los últimos meses de su mandato.
La aparición de un cadáver era hasta no hace tanto el fantasma de los gobiernos de la democracia. El modelo fue Cabezas, Kosteki y Santillán, Ferreyra, el más reciente que comprometió al kirchnerismo. Hoy el muerto pertenece a otra clasificación, proviene de los disparos de fuego amigo, o ex. La Presidenta está frente a un cadáver surgido de los desagües del Estado que ella misma conduce. Es una muerte con reverberaciones de los primeros años 70, que termina con las fantasías de superioridad moral que envolvían hasta hace no tanto al kirchnerismo.
La muerte resignifica los eslabones más débiles de la investigación de Nisman y les otorga otro grado de verosimilitud. Aun con sus limitaciones, podría decirse que la denuncia de Nisman es lo más verosímil en medio del drama. Nisman, un muerto, es el único actor que merece credibilidad. En el otro extremo está el Gobierno.