Nicaragua, tierra de poetas y de exilios
Nada ha faltado en la historia nicaragüense. Como dice Pablo Antonio Cuadra, surge “como centro de cruce y de tránsito de rutas geográficas y de influencias culturales. Es el pasadizo de las migraciones indias, es el Estrecho Dudoso, es el tránsito entre los dos mares antes de Panamá y es la ruta de un canal interoceánico que nos cuesta codicias e intervenciones. Eso nos marca. Eso nos mantiene con las puertas abiertas al mundo”.
De esa historia en que la afirmación nacional se nutre de un inesperado universalismo nace una suerte de paradoja, que es la convivencia de una notable apertura hacia las letras con un dramático destino político, cargado de invasiones y largas dictaduras, exilios y liberadoras revoluciones. De ese ambiente fue hijo nada menos que Rubén Darío, el poeta más universal, tan americano como español, tan nicaragüense como europeo y, en todo caso, pionero de un modernismo que deslumbró el tránsito del siglo XIX al XX. En la Argentina, en Chile, en Madrid, convocaba multitudes y una nube de declamadoras llenaba teatros recitando sus sonoros versos musicales.
De esa estirpe, en tiempos más contemporáneos, nos encontramos con Claribel Alegría, Ernesto Cardenal, Gioconda Belli y nuestro amigo Sergio Ramírez. Ellos nos provocan estas reflexiones ante el increíble atentado de la dictadura de Daniel Ortega. La liberación de doscientos veintidós presos, acompañada de su pérdida de nacionalidad y exilio, es una especie diabólica de agravio, en que el alivio de la cárcel se paga con el rencor arrasador del extrañamiento. El mismo ánimo inspira la condena de estos recientes noventa y tres ciudadanos, en que aparecen Ramírez y Belli, expatriados, desnacionalizados y –como si hiciera falta algo más– confiscados en sus bienes. Ni en la vieja Grecia el nefasto “ostracismo” llegaba a tanto.
Es increíble que en esto haya terminado Daniel Ortega, que encabezó en 1979 aquella esperanzadora revolución, la apertura de su primer gobierno (con Ramírez como vicepresidente) y el de doña Violeta Barrios de Chamorro, viuda de Pedro Joaquín Chamorro, el legendario director de La Prensa, asesinado por Somoza, y madre de Cristiana y Carlos Fernando, ahora víctimas también de la draconiana guillotina pseudojudicial. No queda periodista en pie sin la sanción ominosa. Todos quienes, aun desde el exilio, publican e informan sobre Nicaragua han caído en esta medida casi sin precedentes. Decimos “casi” porque Pinochet hizo lo propio con Armando Letelier, pero esta desnacionalización de 317 ciudadanos honorables es un acto para la peor historia de nuestra América Latina.
El caso de Sergio Ramírez es el más emblemático, en la medida en que integró la junta de gobierno de 1979, fue vicepresidente de la república del gobierno del propio Ortega y en el terreno literario luce como uno de los mayores exponentes de la lengua castellana. El Premio Cervantes, en 2017, reconoció una obra narrativa de singulares valores, mezcla de historia con ficción, construida en cuentos cortos y algunas novelas extraordinarias. Margarita, está linda la mar es mencionada siempre como el gran momento de su trayectoria, pero no han tenido menor valor otras notables como ¿Te dio miedo la sangre? Su colección de cuentos Catalina y Catalina, creo que su última recopilación, es un ejemplo de la maestría en el relato breve, ese género avaro y riesgoso, iniciado por Poe y llevado a su culminación por Chejov.
Descalificar así a una figura literaria superior lleva este penoso episodio a su dimensión más absurda, más antinacional, valga el contrasentido.
Naturalmente, los nicaragüenses hoy sancionados serán desde ahora más nicaragüenses que nunca, transformados en emblema. “Desterrados pero libres”, ha dicho Ramírez.
La cuestión merece también otra mirada y es la que provocan las dudas, vacilaciones y reticencias de los países latinoamericanos. Felizmente Chile hizo punta en la solidaridad, sumándose a la inmediata reacción de España. Pero al resto les costó mucho condenar el atentado y mucho más calificar al régimen de dictadura, como lo es desde hace rato.
Nuestros populismos arrastran el viejo conflicto del marxismo con las libertades. La ideología ha quedado atrás, pero sus remanentes en la mentalidad afloran no bien se ponen en juego los valores fundamentales de la democracia liberal.
Lo hemos visto también en el caso de Perú. El presidente Castillo decretó un golpe de Estado. Firmó el cierre del Parlamento y leyó el texto liberticida con voz temblorosa. Lo vimos todos. Su ya probada impericia también estuvo para instrumentar ese golpe de Estado que decretó y no pasó del manuscrito. El Parlamento lo despojó y asumió la vicepresidenta. Sin entrar a juzgar su actuación, que está siendo muy resistida, nadie puede dudar del acto golpista de Castillo. Sin embargo, países tan relevantes como México se solidarizan con él y de ese modo agregan, a las dificultades ya conocidas de la democracia, una sombra sobre su esencia misma. No se pueden soslayar realidades tan rotundas y desconocer un golpe de Estado, como si fuera una anécdota trivial, una especie de travesura, cuando arrojó al país a una tremenda crisis.
Con Daniel Ortega ha pasado lo mismo. Ha amañado elecciones; persigue sañudamente a la Iglesia Católica; en la última elección fue descalificando uno a uno los candidatos que iban apareciendo, hasta configurar la inevitabilidad de su ya eterna reelección. Sin embargo, no se calificó su dictadura como corresponde desde entonces. Ni aun cuando atropelló a la OEA, el año pasado, y hasta su mismo embajador, Arturo McFields, renunció y se asiló en los Estados Unidos.
¿Hacía falta este grosero atentado liberticida para que recién ahora comenzara una reacción, que –por otra parte– no ha sido todo lo clara que debía ser?
Lejos, muy lejos, estamos de aquellas clarinadas de Darío, cuando soñaba para las “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania Fecunda”, el cantar de “nuevos himnos”.