Ni docentes militantes ni policías del pensamiento
Vivimos tiempos de certezas y militancias. En un mundo agónico, los convencidos de tener la verdad salen a predicar su fe para salvar al país y a la humanidad. Todo aquel que se adjudica el monopolio del bien deposita el mal, entero y sin devolución, en el otro. En el campo de batalla de las redes, entonces, combatientes de uno y otro ejército salen a exterminar al enemigo al grito destemplado de sus razones. Es decir, a sumar ruido al ruido: en medio del fragor de la artillería, la verdad, siempre esquiva, está cada vez más lejos.
La polarización da votos y rating. Genera consumo y nos consume. No es fácil preservar una mirada propia cuando desde aquí y allá quieren llenarte la cabeza. Más difícil es para los chicos, en sus años de formación, desarrollar una mirada crítica que les permita alcanzar el hábito de pensar por sí mismos.
Esta semana, en una escuela del partido de Punta Indio, le encomendaron el discurso en el acto por el 2 de abril a una profesora de Historia que se define como “militante nac&pop de Néstor y Cristina”. No sé cómo se maneja en clase, pero por el modo en que ofendió a los excombatientes de Malvinas y a los padres presentes, con críticas a los medios y al gobierno actual, no le confiaría la educación de mis hijos. “Bueno, puede pensar diferente”, la defendió otra profesora ante los abucheos. Puede, claro. Pero expresó lo que piensa en el momento equivocado y de un modo agresivo. La militancia suele derivar en fanatismo. Y el fanatismo enceguece. Si un periodista militante es un contrasentido, un maestro militante representa una anomalía más grave, porque trabaja con arcilla fresca y maleable.
Por supuesto, hay que detener toda caza de cerebros en el aula, pero creo que no hace falta una ley para eso y menos aún que el Estado reemplace a la escuela
Aun así, creo que el proyecto de penar el “adoctrinamiento” en las escuelas, tal como lo anunció el Gobierno tras el incidente de la maestra militante, agravaría el problema. Es cierto que el kirchnerismo, así como antes Perón, hizo de las aulas un coto de caza para atrapar mentes púberes en beneficio de una hegemonía cultural que le permitiera eternizarse en el poder. La fórmula fue aplicar las falacias del relato a la cosecha temprana de votos. La tarea estaba en manos de docentes entregados en cuerpo y alma a ese relato, que les escamoteaba a los chicos lo más preciado: la realidad. Ese ejército, aunque agazapado en las trincheras, sigue ahí dispuesto a volver a luchar por “el bien”.
Por supuesto, hay que detener toda caza de cerebros que se perpetre en un aula, pero creo que no hace falta una ley para eso y menos aún que el Estado, en reemplazo de la escuela, asuma el rol de policía del pensamiento. Cualquiera sea el gobierno, toda interpretación u opinión del maestro que contradiga el credo oficial podría ser tomada por adoctrinamiento. Además, ¿serán los alumnos los encargados de delatar al docente en cuestión? Me temo que la ley llevaría la polarización, un recurso de la política que ha contaminado la cultura, a las aulas. Aunque no descarto la buena fe de los funcionarios que vayan a aplicarla, conviene no obviar que el Presidente participa del club de los que se sienten dueños de una verdad definitiva. Y si vuelve el kirchnerismo, esa ley sería sin duda un instrumento de persecución.
Otro riesgo es que, con la ley pendiendo sobre sus cabezas, los profesores se autocensuren. Yo creo que en ciertas ocasiones los docentes pueden dar su mirada personal de las cosas, incluso en asuntos relativos a la historia o la política, siempre que el desarrollo de la clase lo demande y desde el convencimiento de que su opinión, en tanto subjetiva, es solo una interpretación más, incluso entre las de aquellos alumnos que piden la palabra e intervienen. El debate bien llevado en clase puede contribuir al cultivo de reflejos democráticos. Tan acostumbrados estamos a discutir “contra”, que nos cuesta aceptar la idea de que un debate no necesariamente debe terminar en una conclusión unívoca, con un vencedor y un vencido.
La realidad en estado puro es inaprensible y nuestra aproximación a ella se enriquece cuando se suman distintas perspectivas. La física cuántica, que en su escaneo del átomo sondeó el misterio de lo real, reveló el modo en que la mirada del observador incide en la configuración de esa realidad. La política o la historia no escapan de este principio. Los hechos del pasado ocurrieron de una sola manera, pero son presente porque nos constituyen y porque siguen generando consecuencias que cada cual observa desde sus zapatos y a partir de una experiencia personal insustituible –vivencias, lecturas, sensibilidad– que sin duda tiñe el fenómeno observado. En una democracia sana, en un aula sana, esas miradas distintas se saben complementarias y pueden coexistir. La cosa se complica cuando, en el aula o el país, el poder impone un relato único como fuente de toda verdad.
“El espíritu crítico es la gran conquista de la edad moderna –dijo Octavio Paz–. Nuestra civilización se ha fundado precisamente sobre la noción de crítica: nada hay sagrado o intocable para el pensamiento excepto la libertad de pensar. Un pensamiento que renuncia a la crítica, especialmente a la crítica de sí mismo, no es pensamiento”. Está muy claro: las buenas costumbres empiezan por casa.