Neoliberalismo de ayer y de hoy
Un credo con historia. permiten identificar políticas que le son propias
Es tiempo de despejar algunas de las ambigüedades que rodean el término "neoliberalismo", nombre del movimiento económico y político que domina en buena parte del mundo desde hace unos 40 años. Pese a su carácter polisémico y al rechazo de sus partidarios a ser designados como tales, tanto las evidencias empíricas como la literatura especializada permiten discernir contenidos que le son propios.
¿Qué diferencias principales lo separan de las versiones clásicas del liberalismo? Este fue cobrando forma en el siglo XVII europeo, cuando por primera vez las personas fueron consideradas individuos. Hasta entonces, la unidad mínima eran la tribu, la aldea o la comunidad. Los padres del liberalismo no solo pusieron en el centro de la escena al individuo, sino que lo juzgaron libre por naturaleza. Un siglo después, los fisiócratas sostuvieron que el mercado y la libre competencia constituían la expresión más alta y natural de las libertades individuales: "Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même" (dejen hacer, dejen pasar, el mundo marcha solo).
Por esos años, aparecieron en Inglaterra los trabajos de Adam Smith, y los liberales se enfrentaron con fuerza tanto al absolutismo monárquico como a la dominación de la Iglesia. Solo que había un problema. Las libertades individuales, por más naturales que sean, deben ser protegidas y, para eso, "el gobierno resulta un mal necesario" (Tom Paine). ¿Cómo impedir que abuse de su poder? Dos fueron las soluciones articuladas en los siglos XVIII y XIX, y sentaron las bases del republicanismo. Una, la división de poderes, para que se controlen entre ellos y no se concentren. Y la otra, las elecciones periódicas, para dar voz a los ciudadanos y evitar que quienes gobiernan se perpetúen en el poder. Claro que solo votaban los propietarios y los educados, quienes se suponía que tenían interés en la sociedad.
El siglo XIX estuvo jalonado por las luchas para ampliar el sufragio, lo cual generó un quiebre en las filas liberales. Ante el avance del capitalismo con sus secuelas de explotación y de miseria, aparecieron sectores que afirmaban que el gobierno no podía limitarse a proteger la libertad, sino que debía promoverla, eliminando obstáculos tan graves como la pobreza, la enfermedad o la ignorancia y poniéndoles freno a los terratenientes y a los grandes monopolios. Para diferenciarse de los partidarios del laissez faire, estos sectores apelaron al prefijo "neo" y así ingresó por primera vez al Oxford Dictionary, en 1898, la palabra "neoliberalismo". De este modo el liberalismo clásico se bifurcó en un ala económica y otra política. En esta segunda se inscribirían en el siglo XX figuras como John M. Keynes y William Beveridge, dos de los impulsores del Estado de bienestar de la segunda posguerra.
El neoliberalismo contemporáneo recoge las banderas liberales clásicas de la libertad individual, de la libre competencia y de los cambios graduales consecuentes. Pero, ante todo, rechaza la idea de que las libertades individuales o el mercado sean realidades naturales cuya existencia pueda darse por descontada. Por el contrario, deben ser creadas y construidas desde el poder. Si esto lo distancia de la versión económica (y antiestatista) del viejo liberalismo, su defensa de los monopolios y su crítica al igualitarismo lo alejan también de la versión política.
Quien mejor elaboró estas cuestiones fue el austríaco Friedrich von Hayek. En 1947 fundó en Suiza la Sociedad Mont Pelerin, que desde entonces se reúne anualmente en distintos países. El objetivo de Hayek era producir una nueva filosofía moral y política que trascendiese el campo de la economía y constituyera una crítica radical al Estado de bienestar, al socialismo y al populismo. El paso inicial para hacerlo fue multiplicar think tanks que, financiados por las empresas, difundieran una nueva visión del mundo llamada a redefinir el sentido común imperante. Su éxito ha hecho que quienes hoy defienden principios neoliberales suelan tomarlos por dados y probablemente nunca hayan leído a Hayek.
Era inevitable que este programa fuese variando según los lugares a los que debía adaptarse y, además, tendiera a combinarse con los postulados económicos neoclásicos, impulsados desde los años 30 por la Universidad de Chicago. Es lo que pasó en Chile, donde la dictadura de Pinochet desmanteló brutalmente las instituciones levantadas por el gobierno de Allende y aplicó una terapia de shock para terminar con la inflación. Sus opositores resucitaron entonces la palabra "neoliberalismo" para referirse a un autoritarismo privatizador y antipopular que nada tenía de liberal. El término se aplicó de inmediato a casos similares como los de Singapur, Corea del Sur y Taiwán.
Pero no ha sido este el significado que prevaleció en contextos no autoritarios como los europeos o norteamericanos. Ciertamente, también allí se entiende imprescindible una fuerte intervención estatal para construir sociedades de mercado estables, pero la vía para hacerlo debe ser democrática. Solo que el temor histórico al abuso se ha invertido: ahora se desconfía menos del gobierno que de la democracia misma. Es sintomático el título del libro que publicaron Huntington, Crozier y Watanuki en 1975: La crisis de la democracia. Financiado por la poderosa Comisión Trilateral, creada por las mayores empresas transnacionales, el tema que recorre la obra es el del exceso. El capitalismo, argumentan, no puede tolerar demasiada participación de los ciudadanos en la vida pública, salvo que estos se ajusten al ideal abstracto de libertad individual que predica el neoliberalismo. De ahí la crisis a la que habrían conducido a sus sociedades los llamados Estados benefactores.
La consecuencia es que los partidarios del neoliberalismo apoyan una forma acotada de democracia republicana, cuyas restricciones pasan desapercibidas en muchos lugares por contraste con los bochornosos regímenes populistas que lo precedieron o lo amenazan. Así, la separación de poderes no es un dogma y resulta legítimo que un gobierno presione a la Justicia o designe a figuras de su mismo palo en agencias que deben controlar su gestión. Lo decisivo es no ceder posiciones adquiridas que se estiman cruciales. Por eso es habitual que se multipliquen las auditorías a la burocracia o que gran parte de sus tareas se tercericen para dejarlas en manos de sectores adictos.
Impugnar la concentración de la riqueza es ajeno al credo neoliberal. Por el contrario, se la juzga un factor de progreso en la medida en que una ciudadanía ambiciosa e imbuida de una racionalidad neoclásica se empeñará en emular a los que más tienen. A su vez, la igualdad económica no se considera un valor, sino un reclamo propio de los perdedores, que esgrimen argumentos perimidos. De ahí que la redistribución progresiva del ingreso nunca aparezca como una alternativa válida, aun en situaciones de crisis. Sí, en cambio, el endeudamiento y la máxima apertura posible de la economía, para que fluya libre mente el capital y lleguen las inversiones, en un mundo globalizado que tutelan organismos internacionales afines.
Cierro este rápido esbozo planteando un problema y adelantándome a una pregunta. El problema es que el neoliberalismo como tal (a semejanza de su archirrival, el populismo) ha fracasado en todo el mundo, salvo que se confunda un crecimiento episódico y excluyente con el desarrollo social sustentable y equitativo. Por eso, sobran ejemplos de que los políticos neoliberales en el poder se vuelven tenaces promotores de la esperanza: estamos mal, pero vamos bien.
La pregunta previsible es si acaso nuestro gobierno es neoliberal. Creo que muchos de sus funcionarios y seguidores no lo son, pero que torna hegemónico al conjunto un núcleo duro encabezado por el Presidente, que, por lo que llevo dicho, sí lo es. Aunque la lamentable situación heredada los obligue a ser flexibles y a que su neoliberalismo sea menos un fruto del conocimiento teórico que de un sentido común largamente aprendido.
Politólogo, ex secretario de Cultura de la Nación