¿Necesitamos héroes?
Lo digo de entrada: nunca me gustó demasiado la categoría de héroe. El término viene del griego y alude a esos personajes peculiares, los semidioses, dotados de alguna característica que los diferencia (y los eleva por encima) de los hombres comunes. Aquiles, Hércules y tantos otros, capaces de proezas asombrosas, pueblan la literatura mítica y las leyendas arcaicas. El siglo XX -continuado en nuestros días- retoma esas figuras que pasan, sin escalas, de los venerables textos antiguos a los comics. Superhéroes, ahora: sus hazañas habitan las fantasías de chicos… y no tan chicos. Porque, ¿quién no soñó alguna vez con tener esas habilidades extraordinarias, esa fuerza, esa visión de rayos X, esa astucia o esa velocidad?
La desesperante situación del mundo actual, a raíz de la invasión de Rusia a Ucrania, renueva - es lógico- algo de esa fantasía. Como dirían los personajes de El Chapulín colorado: Y ahora, ¿quién podrá defendernos? Por momentos, creemos que solo un héroe será capaz de detener la locura y la maldad del villano de turno. Nos sentimos atrapados en medio de esa lucha maniquea del Bien contra el Mal. Las fuerzas enfrentadas nos superan; somos niños impotentes, arrojados al tablero de feroces enfrentamientos cuyas dimensiones desbordan nuestras capacidades de comprensión y acción. Como cuando, de chicos, en la noche nos asaltaban horribles pesadillas y corríamos a buscar el cobijo de nuestros padres… Los mitos nos retrotraen a la infancia, esa época en que pensamos todo en blanco y negro.
Incontables artículos en los medios hacen énfasis en los rasgos psicológicos de los personajes del espanto. Putin es caracterizado como narcisista, psicópata, paranoico y otras categorías que, sin duda, son en gran parte correctas. Esos rasgos obedecen a una infancia desgraciada o a episodios traumáticos del pasado… Pero tales análisis -que también tuvieron su auge en relación a Hitler y otros criminales históricos- conllevan el peligro de provocar un deslizamiento: pasar de entender (o creer que entendemos) a justificar.
“Cuando era chico me pisaron el chupete, por eso soy ahora un asesino serial”. El razonamiento -que, seguro, no es la intención de muchos destacados comentaristas y analistas- resulta, de algún modo, inevitable. Es natural que busquemos las causas de lo que nos aflige; a veces, cuando no tenemos acceso al conocimiento de las causas reales, llenamos ese vacío con fabulaciones que nos tranquilizan. Spinoza decía: “La voluntad de Dios es el asilo de la ignorancia”. En épocas secularizadas, la psicología (o mejor, la psicopatología) -la genética, la economía o cualquier otro discurso- puede ocupar ese lugar. La multicausalidad inherente a todo fenómeno humano nos sume en un estado de desasosiego y perplejidad. Es preferible reducir lo complejo a lo simple para poder aprehenderlo mejor. Ese reduccionismo trae aparejado otro: si de un lado de la confrontación hay un maligno, del otro lado debe oponérsele un héroe. Parecería que todo el drama se reduce a personas -o personajes- que encarnan esas dos fuerzas en eterno conflicto, enlazadas en un duelo especular. Escena teatral de alta tensión que deja al resto de la humanidad en el lugar de espectadores.
Reducir la trama a las personas/personalidades nos mantiene atrapados en el viejo esquema de la venganza. Griegos vs. troyanos, Montescos y Capuletos y tantos otros ejemplos de la historia y la literatura muestran esa dinámica: una espiral interminable de revanchas y crueldad, con el reguero de muertes y odio que se extiende como una plaga a lo largo de las generaciones. Siempre, uno contra otro, otro contra uno.
Ampliemos el foco: en las últimas semanas se vienen produciendo en nuestro país graves hechos delictivos de diverso tipo. La droga envenenada, la violación en Palermo, el apedreo al Congreso… Parecería que la violencia campea a sus anchas y encuentra vías de expresión en los más disímiles terrenos. ¿Necesitamos héroes justicieros que detengan esos espantos, uno por uno y a cada instante? ¿Cuántos Superman, Batman u Hombres Araña, apostados en cada esquina, harían falta?
Según esa línea, permanecemos en el mito. Si los niños piensan en términos duales, ya es hora de hacernos adultos. ¿Qué pasa entonces si pensamos la escena en otros términos? ¿Si desarticulamos el dualismo e introducimos un tercer elemento?
Volvamos a los textos antiguos, a ver si hallamos ahí alguna pista. La tragedia -que marca en Grecia el declive del pensamiento mítico-, nace en el siglo V a.e.c., junto con la polis y los tribunales humanos. La Orestíada de Esquilo ilustra bien la cuestión: el interminable encadenamiento de retaliaciones y asesinatos se detiene cuando Orestes, el matricida, es juzgado y eximido de la condena. Algo ha cambiado, de una vez y para siempre: la introducción de un tercero -el juez, el tribunal- sustrae el conflicto de la lógica de la venganza y de los intereses personales, y lo traslada a un plano donde las cuentas se saldan de manera imparcial. El juez no pertenece a ninguno de los bandos en conflicto: representa a la sociedad y habla en nombre de la ley. Orestes no es exculpado en vistas de la historia terrible de la que proviene; ha sido él quien, de una u otra manera, cometió el acto que se le imputa. Juzgarlo implica que debe asumir su responsabilidad subjetiva. Es, en suma, elevarlo a la categoría de sujeto, y no de mero títere de los dioses. Claro que la escena de la Ley es menos romántica y espectacular que la épica…
En la Torá, el otro gran corpus fundante de Occidente, abundan los villanos: desde los Hijos de los dioses (cap. 6 de Génesis) que arrasan con todo lo que se oponga a sus caprichos hasta Amalek, un tirano que ataca al pueblo hebreo por la espalda y mata a mujeres y niños, pasando por los constructores de Babel, el Faraón y otros personajes igualmente maléficos, todos ellos encarnan el aspecto destructivo de lo humano. Una y otra vez son vencidos o detenidos, no por héroes superpoderosos, sino por un decreto de la divinidad, es decir, la Ley. El diluvio y otros sucesos que aparecen como castigos divinos son metáforas de las consecuencias lógicas de la destrucción que los hombres han perpetrado. En ese contexto, Dios es un nombre de la Ley.
No hay, de hecho, héroes en el texto bíblico: sus protagonistas son solo humanos, demasiado humanos, que en determinadas ocasiones tienen actos de bondad o valentía. A veces egoístas o mentirosos, otras generosos y hospitalarios… Ni ángeles ni demonios. Porque -y vuelvo a las líneas iniciales- el problema del héroe es que, en su carácter suprahumano, no cae bajo el imperio de la ley. Más bien, la transgrede, aunque sea para lograr objetivos encomiables. Incluso en las versiones contemporáneas, personajes como James Bond, Reacher u otros agentes secretos, espías y demás, que sin poseer “superpoderes” pasan por encima de toda legalidad. Aristóteles, en su Política, dice que los dioses y las bestias no tienen ley. Solo los hombres la necesitan. Porque no es que los humanos hacemos la Ley: es ella la que nos hace humanos.
Los hombres son, pues, capaces -como dice el coro de Antígona- de lo mejor y lo peor. La “naturaleza humana” es mixta y compleja, desde el origen de los tiempos y por toda la eternidad. No hay, en ese sentido, “progreso”: hay, en todo caso, herramientas y vías para tramitar el “impulso malo” -como se lo denomina en la Torá, cuando Dios “se arrepiente” de haber mandado el diluvio y promete no volver a destruir al género humano, porque reconoce que su criatura tiene ese rasgo constitutivo. Su solución, entonces, es darle la ley. Los primeros mandamientos de la humanidad -llamados noaítas o noájicos- tienen por objetivo encauzar la violencia inherente a la vida en direcciones que permitan forjar una sociedad próspera. Sublimar, dirá Freud mucho después. Cuando se multiplican los actos perversos y los ataques al prójimo, más que un diagnóstico psicopatológico de los individuos se requiere advertir que la enfermedad es social, y se llama anomia.
Si -como postula Spinoza en su Tratado político- tenemos esa mirada realista, podremos abordar más fructíferamente los problemas que lo humano conlleva, guiar las pasiones que nos constituyen y tender a una mayor racionalidad en la convivencia. Para ello, es imprescindible reforzar y sostener las instituciones, ya que son ellas las que resguardan el imperio de la Ley e impiden que el arbitrio del soberano de turno imponga su capricho. Si los tiranos actúan como desaforados, hay que volverlos al foro, el ámbito legal que distribuye poder y acota la omnipotencia.
Así, la batalla no es solo entre autocracias y democracias, sino entre autocracia y nomocracia. Solo la Ley en su plena vigencia puede frenar la locura, la devastación y el delirio de algunos personajes que, olvidados de su condición humana, compraron la promesa de la serpiente edénica y se creen dioses.
Filósofa, escritora