Nazismo, legalidad y poder
El hecho de que Hitler escalara posiciones por medio de vías democráticas demuestra que las elecciones libres no son suficientes para sostener un estado de derecho, garantizar los principios republicanos más elementales y limitar la acumulación de poder
Cuando en marzo de 1933 el nacionalsocialismo llegó al poder en Alemania a través de los votos de sus ciudadanos, entre las primeras medidas tomadas -además de aquellas dirigidas a la persecución inclemente de toda oposición- estuvo lograr que el parlamento aprobara una ley que otorgaba poderes prácticamente dictatoriales al canciller Adolf Hitler. La ruta hacia la adquisición del poder absoluto fue transitada por el nacionalsocialismo a través de vías enteramente legales ofrecidas por la propia Constitución de la República de Weimar, en su momento, considerada por eminentes juristas de todo el mundo como un modelo a seguir.
El asalto al poder por parte de Hitler y sus aliados se llevó a cabo dentro de un marco de legalidad electoral y, básicamente, consistió en el aprovechamiento de un orden democrático preexistente para destruirlo por dentro y terminar finalmente con él, y con los valores republicanos que definen al Estado de Derecho.
No hubo improvisación ni accidente histórico. Y aunque el ascenso fue gradual, Hitler no hubiera podido consumar ese asalto al poder sin la ayuda de la ceguera y la pavorosa ineptitud política de los principales dirigentes de ese momento: el presidente Paul von Hindenburg y su hijo Oskar, el canciller Franz von Papen y el secretario de Estado Otto Meissner, entre otros. En esta compleja tragedia los partidos políticos opositores fueron, en el mejor de los casos, inoperantes; con frecuencia se debatían por cuestiones ideológicas que se consideraban vitales pero que eran en realidad triviales en comparación con el clima de violencia e intimidación en que se vivía, y el tsunami institucional que se avecinaba.
De hecho, es históricamente innegable que las características criminales del régimen nazi no hubieran podido afianzarse sin un considerable apoyo electoral del pueblo germano y sin la ayuda de una serie de lacayos en ciertos sectores sociales, financieros e industriales que imaginaron que podían usar al régimen para sus propios fines pero advirtieron demasiado tarde que la realidad era exactamente la opuesta.
Si ahora enfocamos nuestra atención en nuestro propio país y en períodos recientes, notamos que la sabiduría convencional sugiere que, después de una triste secuencia de regímenes militares-autoritarios, la Argentina se reintegró al grupo de Estados democráticos con las elecciones de 1983 que llevaron a la presidencia a Raúl Alfonsín.
Si bien es cierto que las elecciones libres y competitivas constituyen un componente sine qua non de las sociedades democráticas, es imperioso subrayar que ellas, de por sí, no son suficientes para garantizar o siquiera definir los complejos requerimientos institucionales para el desarrollo y mantenimiento de un Estado de Derecho.
La historia política europea - vide supra - y americana del último siglo está colmada de ejemplos de regímenes en apariencia democráticamente elegidos y que procedieron sin miramientos a pisotear y destruir las mismísimas instituciones fundamentales de los Estados de Derecho que les permitieron nacer y que inicialmente les dieron legitimidad. Es más, con sólo leer los periódicos actuales, podemos ver ejemplos de presidentes y gobernadores elegidos democráticamente que violan sistemáticamente los más elementales preceptos de la división de poderes y utilizan parlamentos, con mayorías genuflexas, donde ni se debaten seriamente ni se modifican las propuestas del Ejecutivo y funcionan sólo como marionetas que aprueban legislaciones frecuentemente anticonstitucionales y en flagrante violación de elementales derechos.
Los sistemas judiciales diseñados para que funcionen de manera independiente y provean un contrapeso equilibrante a los excesos ejecutivos son paulatinamente defenestrados y reestructurados para satisfacer el inagotable apetito del autoritarismo ejecutivo. Constituciones nacionales y provinciales son modificadas con asombrosa facilidad y frecuencia: el pretexto es invariablemente actualizarlas; sin embargo, el más ligero examen revela que uno de los temas recurrentes de las reformas constitucionales es el de legalizar la reelección para perpetuar en el poder al Ejecutivo de turno.
El inevitable corolario de esta discusión es que para que un gobierno merezca el apelativo de democrático no es suficiente que haya surgido de elecciones libres sino que debe respetar, hacer respetar y extender una serie de principios republicanos elementales que incluyen, entre otros, la estricta división e independencia de los poderes, la libertad de expresión y prensa, además de toda la gama de los derechos humanos y no sólo de algunos que sirven para satisfacer la posición del poder de turno y de su frecuentemente tergiversada versión de la historia.
No es nuestro propósito establecer paralelos inexistentes entre la usurpación del poder por los nazis en 1933 y actuales situaciones políticas. Sin embargo, la breve reseña histórica es valiosa porque sirve para reiterar que, si bien la democracia sigue siendo el mejor camino para el recambio de administraciones políticas, a través de los votos, este último componente pierde significado cuando la cooptación, el clientelismo y la compra de voluntades logra que los cambios en el gobierno sean más aparentes que reales y se conviertan en una fachada tras la que se oculta la descarada concentración del poder de un grupo determinado.
El caso de la dictadura nazi entre 1933 y 1945 es paradigmático porque refleja claramente la tensión inherente entre la democracia electoral y la democracia liberal o constitucional, donde no solamente se vota sino que el funcionamiento de las instituciones que le son propias se equilibran entre ellas con el propósito fundamental de limitar la excesiva acumulación de poder.
La autora es Dra. en Ciencias Políticas CEPPA y Eseade.