Navidad en acción por un mundo mejor
En la Navidad celebramos que Dios, el creador de todo el universo, se hace hombre. Elige nacer niño frágil, pequeño, pobre, de una familia también nada poderosa.
La salvación de Dios tiene una dimensión universal. Abarca a todos los hombres de toda raza y cultura, y también todas las dimensiones de la existencia: las relaciones con Dios, con los hermanos, con las cosas, con el dinero. La religión cristiana propone un modo nuevo de vínculo con Dios como Padre, con los demás como hermanos y con las cosas como destinadas al bien de todos, y no al acaparamiento y maltrato de unos pocos.
Celebrar en la Navidad que Dios se encarna es reconocer que Él comparte nuestra historia y que reviste de dignidad particular a toda la condición humana.
Por eso debemos cuidarnos de no caer en un espiritualismo vacío y reduccionista que nos arrincone en el templo o en la sacristía sin desplegar las consecuencias sociales y políticas de la fe.
Ya lo dijo Francisco: "Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo".
Estamos llamados desde la fe a asistir las necesidades más urgentes de los pobres y a cambiar las estructuras sociales que provocan exclusión y miseria. Es necesario centrar la atención en ambas dimensiones: la asistencia y la promoción humana. Pongo un ejemplo. Cuando en casa hay una gotera, colocamos un balde para recoger el agua. Si aparece otra, colocamos otro. Pero al día siguiente no vamos a comprar diez baldes para las próximas lluvias, sino que procuramos cambiar las chapas o colocar membrana en el techo.
Los cristianos están llamados de modo particular a construir un mundo nuevo. El compromiso con la realidad es parte integrante de la fe. Dios asume la historia humana y se manifiesta en ella.
Algunas acciones solidarias que promovemos parecen más orientadas a comprar baldes que a arreglar techos.
La misma fe que nos hace rezar y dar gracias a Dios nos impulsa a cambiar el mundo. El arzobispo Jorge Bergoglio decía en 1999: "Nuestra fe es revolucionaria". Y es así. No nos deja quedarnos haciendo la plancha, sino que siempre nos impulsa al cambio, a la justicia y a la solidaridad.
Por eso Francisco nos alienta a la cercanía, a achicar distancias con las llagas del Señor: "Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás" (Evangelii Gaudium 270). "La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo" (EG 268) .
No alcanza con quejarnos. Es cierto que la corrupción pública y privada da pie a que se afiancen las mafias de la droga que destruyen la dignidad humana. Pero mirar para otro lado o solamente quejarse no soluciona este drama. Hace falta compromiso y llamado a la conversión personal y social. En la noche de Belén, los ángeles se aparecieron a los más pobres, los pastores, y les dijeron: "Les traemos una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido un salvador" (Lc 2, 10-11).
De nosotros depende generar un mundo nuevo, alegría para los pobres o más de lo mismo. Espiritualismo hueco y vacío que huye de la realidad o fe encarnada en la historia. Si es lo segundo, ¡feliz Navidad!
El autor es obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina