Navegando entre decretos impacientes
Desde marzo de 2020 fueron dictados por el Poder Ejecutivo más de ochenta decretos de necesidad y urgencia en el marco de la pandemia. Admitamos que en aquellos primeros meses el Congreso de la Nación todavía no encontraba la manera más eficiente y segura de funcionar. Admitamos también que el desconocimiento sobre la enfermedad era una circunstancia excepcional que habilitaba la emisión de este tipo de medidas de emergencia. Y admitamos incluso que, si bien las cámaras del Congreso demoraron lo necesario para determinar el mecanismo idóneo de funcionamiento, nunca existieron motivos que hayan imposibilitado seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución Nacional para la sanción de las leyes. Antes bien, la justificación consistía en que no se podía esperar por el procedimiento de discusión y sanción legal, lo que resultaba razonable y entendible.
Pero a más de un año de esa situación, ¿es auspicioso que el Poder Ejecutivo siga dictando decretos de necesidad y urgencia con la excusa de que no es posible esperar por los trámites parlamentarios? Claramente, no. Básicamente no hay razones para sortear al Congreso, que está funcionado. Más aún, las restricciones de los derechos individuales deben ser discutidas y eventualmente sancionadas por el Congreso de la Nación, no por el Poder Ejecutivo. Es lo que la Constitución manda y debe ser respetado.
Aun así, respaldemos esta respuesta de carácter jurídico con cierta premisa empírica. Más precisamente, contestemos el siguiente interrogante: ¿cuánto tiempo demanda el trámite parlamentario? Con ello, podremos saber cuánto tarda efectivamente el proceso legislativo, descontando el acto de promulgación, que depende del Presidente. Y con ello, sabremos, en definitiva, cuál es el estadio que el Poder Ejecutivo considera como excesivo y justifica evadir la regla constitucional conforme la cual es el Congreso el órgano autorizado a limitar los derechos de las personas.
Tomemos como muestra a la Cámara de Diputados. De 2014 a 2020 se realizaron 118 sesiones en el recinto. La duración promedio de la totalidad de las sesiones en cada año son las siguientes, en horas y minutos: 09:20 (2014), 09:25 (2015), 10:06 (2016), 07:16 (2017), 09:50 (2018), 07:24 (2019) y 09:54 (2020).
Es preciso señalar que en cada resultado está incorporado además el tiempo de los asuntos protocolares, formales y reglamentarios que caracteriza a la sesión. Por ejemplo, el izamiento a la bandera, eventuales juras, los homenajes, las cuestiones de privilegio, las solicitudes de apartamiento del reglamento, entre otras cuestiones previas a la discusión de los proyectos contenidos en el plan de labor.
Para simplificar el modelo, asumimos que esos intervalos corresponden a la duración del tratamiento en comisiones y en reuniones de asesores.
En este escenario, entonces, si calculamos la media de las duraciones de cada periodo parlamentario lograremos saber que, con una observación de 7 años, el tiempo promedio de una sesión en la Cámara de Diputados es de 09:02 horas.
Luego, si suponemos que esta duración es aplicable también a la Cámara de senadores (que tiene menos integrantes, lo que reduce el término de discusión), tendremos que la media de todo el trámite parlamentario es de 18:04 horas. Es decir, un proyecto de ley podría ser debatido y eventualmente sancionado en menos de 24 horas por ambas Cámaras.
Por supuesto, este ejemplo es una simplificación de la realidad y está apreciado en igualdad de condiciones. Pero, con todo, nos brinda una orientación muy cercana y representativa de lo que demoraría, en promedio, el Congreso en sancionar una ley.
Los valores estimados exhiben el registro temporal que medita el titular del Poder Ejecutivo cuando tiene que decidir entre el procedimiento ordinario de sanción de las leyes o un decreto de necesidad y urgencia que, dicho sea de paso, adquiere vigencia —generalmente y tras su respectiva publicación—, en al menos 24 horas.
Sin perjuicio que es problemático que el primer magistrado decida por mera conveniencia qué procedimiento seguir, y dado que los tiempos entre ambos medios son parecidos, es posible preguntarse entonces si la demora en los plazos del procedimiento parlamentario es realmente el factor que amerita la decisión presidencial.
Tanto la respuesta jurídica como práctica, como vimos, indican que no. Por lo tanto, el costo de expedir ansiosamente un decreto equivale a prescindir del órgano fundamental de deliberación democrática, que es el Congreso. Responde, lisa y llanamente, a la ausencia de diálogo.
Abogado y magíster en derecho administrativo