Navegando en el mar del tedio
Por Santiago Legarre Para LA NACION
La vida de mucha gente adulta es parecida a una embarcación de vela en medio de un espejo de agua a lo largo de un día sin viento, y a lo largo de otro día, y de otro, como en el Mar de los Sargazos, donde ni siquiera las algas se mueven. Y pasa más tiempo, y nada pasa. Es el hastío, el aburrimiento, la sensación de rutina, la monotonía. La falta de sentido, carencia que, por supuesto, impide también entender por qué o para qué vivir así. ¿Cómo salir? Se puede esperar a que sople el viento, o provocar uno mismo las olas.
Un buen ejemplo de cómo circunstancias exógenas pueden interrumpir el insoportable tedio nos lo brinda Leopoldo Alas, "Clarín", en su novela La regenta . A los 27 años, y con una belleza singular, Ana Ozores se encuentra varada en el banco de una existencia anodina. Como tanta gente que navega por aguas demasiado tranquilas, ella no encuentra ningún motivo para levantarse cuando llega la mañana. Una ligera tristeza, que antes se denominaba melancolía, la ata diariamente a sus sábanas.
Sale poco y sin ganas: sólo por obligación. Su médico admite no tener remedios para este tipo de mal.
Pero de golpe todo cambia. La regenta recupera sus colores y la sonrisa vuelve a pintarse en su linda cara. Los amaneceres ya no tienen sabor a tortura china y le parece que los pajaritos cantan siempre, en una primavera sin fin. Es entonces cuando el galeno pronuncia su célebre sentencia: ubi irritatio, ibi fluxus . Allí donde hay una irritación -en el sentido de transformación superficial-, es porque hay un flujo de vida subyacente que la está produciendo. Y tiene razón el doctor, porque Anita se ha enamorado de verdad por primera vez, y desde entonces su barca se sacude de maneras hasta entonces desconocidas para ella.
"Se te nota, y al instante, que tú tienes un amante", se le podría decir, aplicándole un viejo refrán provinciano.
La otra forma de salir del estancamiento consiste en dar vuelta el refrán hecho famoso por la regenta y provocar uno mismo algún tipo de flujo vital, con la finalidad de lograr la correspondiente "irritación". En esto consiste, en parte, el arte de vivir: saber insuflar en nuestro acontecer cotidiano lo que vulgarmente llamamos "adrenalina", para intentar luego controlarla y regularla, para evitar los huracanes, que tampoco son amigos de la navegación.
Hay distintas maneras de conseguir una irritación, y no todas son buenas: el mar del tedio es un peligroso caldo de cultivo para escapismos de todo tipo. Gran parte del atractivo de flujos como la droga, el alcohol o la pornografía radica en que suministran un rápido placer, que moviliza inmediatamente una embarcación vital aburrida. Pero ¿adónde queda la nave cuando el flujo cesa, como necesariamente ocurre en algún momento? Esas conductas que otorgan un bienestar efímero no sólo carecen de capacidad para dirigirnos a un buen puerto, sino que casi siempre conducen a adicciones esclavizantes, que deterioran la propia salud y pulverizan la capacidad de servicio.
Podría decirse, parafraseando a Tolkien, que los canales recién aludidos se parecen a la "fuga del desertor", mientras que los flujos buenos se acercan más a lo que el escritor inglés llamaba "el escape del prisionero". La elección de estos flujos depende de nuestras posibilidades y de nuestros gustos, pero también debería estar guiada por lo que es bueno para nosotros como personas y miembros de una comunidad.
El arte, en sus diversas manifestaciones, puede cumplir un papel a veces minusvalorado: una buena canción, una lectura atractiva, una película valiosa estremecen el corazón y le hacen llorar lágrimas dulces. La actividad física, el deporte -adecuados a las posibilidades de cada uno- redundan también en un bienestar saludable y duradero, difícilmente asequible por otras vías. Para alguna gente, la vida espiritual y la conexión con el dios en el que creen constituyen una auténtica revolución de amor, de la que salen fortalecidos para experimentar gozo en la inercia cotidiana. El cultivo de la amistad, que lleva a salir de uno mismo y a darse al otro, es simultáneamente una fuente de solaz y consuelo que contrasta, por su patente realidad, con el juego del solitario en una computadora o la búsqueda de una existencia paralela en sitios de Internet como Second Life .
Salpicada por actividades capaces de reportar una alegría genuina, la vida puede ir recuperando sentido, de modo que incluso el tedio, en aquello que tiene de inevitable, sea más fácil de sobrellevar.