Navegando en la anomia con un incierto salvavidas
La larga crisis que atravesamos puede juzgarse según distintos parámetros. Uno de ellos es el recuento de los acuerdos y desacuerdos alcanzados por sus protagonistas. Entre los consensos se observa, por un lado, que los gobernadores y el peronismo federal tratan de acordar con el oficialismo un presupuesto, cuyas estimaciones van siendo deglutidas por el ritmo desenfrenado de la inflación y la recesión; y por el otro, que el Gobierno logró mayor grado de cohesión para implementar el programa del FMI, que además recibió el apoyo de importantes empresarios. No hay mucho más para poner en el inventario de convenios. El resto es una serie de lógicas en pugna que abarcan el plano nacional e internacional e incumben básicamente a lo que Pro denomina el "círculo rojo", pero que en la jerga de la izquierda de los setenta se llamaba "la clase dominante".
Acaso porque estamos muy entrados en la posmodernidad, resulta ingenuo caracterizar al modo del viejo marxismo a esta clase como un grupo uniforme, cuyo objetivo excluyente es reforzar los mecanismos de opresión del proletariado. A la luz de los cambios sociológicos y económicos, la única homogeneidad que prevalece en ella es su pertenencia a una elite diversificada -económica, política, sindical, mediática- que concentra la riqueza y la información. Más allá de ese rasgo estructural, la antigua clase dominante está estragada por visiones enfrentadas y luchas cruentas de intereses que desmienten la sabiduría popular según la cual "entre bueyes no hay cornadas". Parece más bien lo contrario: en un mundo desbocado los poderosos se cornean entre sí, sin que pueda entreverse algún nuevo orden que restablezca los consensos. En esta guerra, cuya lógica es el "todos contra todos", rigen el fuego amigo y los arrepentidos, que arrasan con las relaciones societarias, las afinidades ideológicas, la complicidad en los negocios sucios y la asistencia a los mismos cócteles, casamientos o palcos futbolísticos.
Pero antes de enfocar la módica escena nacional, tal vez convenga detenerse en algunas contradicciones paradigmáticas que afloran en el norte, con motivo del caso argentino. Una es la que separa las lógicas de Washington -esto es, la del gobierno estadounidense y el FMI- y la de Wall Street, sede del capital financiero. La otra es la que enfrenta a los países emergentes con el propio FMI, a propósito de cuál es el mejor plan para que se desarrollen y prosperen. Esos desacuerdos han llevado esta semana a escenas desconcertantes: un columnista del Wall Street Journal, que recomienda a los inversores mantenerse alejados de la Argentina, le advierte al FMI que sus programas son contraproducentes para estos países porque la inflación, antes que por exceso de emisión y gasto público, se origina ¡por la exposición a los flujos de capital global! La recomendación para la Argentina a largo plazo, después de realizar los ajustes indispensables, es también increíble: seguir la hoja de ruta de China, con estabilidad del tipo de cambio, política de ingresos coordinada y exportación de productos industriales a escala (Jon Sindreu: "IMF Doesn't Have the Right Medicine for Argentina").
El Wall Street Journal se volvió progresista, la sacrosanta independencia del Banco Central cayó por presión del FMI, el capital financiero no se pone de acuerdo con Trump por los emergentes, los economistas ortodoxos se asustan y advierten que la flotación del dólar y el carry trade pueden ser trágicos, las tasas matan a la economía real, pero luego el dios de la racionalidad económica, en quien nos piden que creamos, la resucitará. En medio de la anomia mundial y local, Macri se aferra al salvavidas del FMI y el G-7, diciéndonos -como lo recordó Marcelo Zlotogwiazda- lo mismo que Margaret Thatcher: There is no alternative. Pero algo no cierra: estas entidades ya no gobiernan el mundo. La economía global se convirtió en una enorme timba con innumerables jugadores, cuyas apuestas se despliegan en una infinidad de opciones contradictorias e incontrolables. En ese paño, la clase dominante se mata, los pueblos sufren, los intelectuales desbarrancan y los líderes políticos cosechan desencanto.
En la Argentina -ese lejano país en dificultades-, el balance tampoco cierra. Un juego de recelos divide a los dirigentes. La oposición desconfía del FMI, no por ser populista, sino por el mismo argumento del Wall Street Journal. El ala republicana de la coalición oficialista sospecha de la transparencia del Ejecutivo. La población se distancia de sus gobernantes. La economía real se paraliza. Los arrepentidos sobresaltan al poder. El Presidente no convence predicando el ajuste. Más allá de consensos aislados, la Argentina carece de un proyecto sustentable e inclusivo de crecimiento.
El destino, decía el poeta Rainer Rilke, es algo que surge desde el interior de los individuos, no puede impostarse. Por eso, ningún fondo monetario extranjero alcanzará para indicarle a una nación hacia dónde dirigirse, si sus líderes renuncian a enseñarle el camino.