Naturaleza muerta con bichos canasto
Jugábamos. Y esa era la maravilla de cada día: la certeza de que volveríamos a jugar. A qué era lo de menos. Podía ser a las escondidas, al elástico, a la casita o "a los árboles", un juego solo para chicas audaces. Y todas nosotras lo éramos. Nos animábamos a trepar a los paraísos sin miedo a rasparnos. Sin vértigo. Y una vez arriba, ahí nos quedábamos, reinas en las ramas. Mirando alto y a lo lejos.
La casa de Fabiana tenía otras ventajas. Como su papá era chofer y dejaba los colectivos estacionados cerca, podíamos jugar a las celadoras. Acomodábamos a los hermanos más chicos en los asientos y pasábamos lista. Porque para eso eran los nenes más chiquitos que nosotras: para jugar con ellos.
Para hacernos las grandes y hasta mandonearlos un poco, hasta que cayera alguna de las mamás a poner orden. "Chicas, ¿por qué no juegan a las muñecas, mejor?". Las madres ya se habían dado cuenta de que para nosotras cualquier nene se convertía automáticamente en un bebote. Pero también notaban que, al rato nomás, ya nos habíamos cansado de jugar a eso y con ellos. Entonces, nos íbamos, solas, a jugar a alguna otra cosa.
Siempre cambiábamos y esa era nuestra única constancia. Alguna vez no sería ya tan fácil irnos o movernos. Pero todavía no lo sabíamos.
Jugábamos, eso era todo. No a la mañana pero sí a la tarde, a la hora de la siesta. Cualquiera de nosotras golpeaba las manos en la puerta de la casa de la otra. Chumbaban los perros.
-¿Salís a jugar?
-Dale
Salvo en época de colegio o por alguna penitencia, salíamos siempre. Y en verano el día, todos los días, eran nuestros. Las noches un poco también, sobre todo si hacía muchísimo calor y la esquina se tapizaba de bichos canasto. Salíamos a juntarlos en frascos de vidrio, los estudiábamos con una lupa y nos compadecíamos de ellos.
-Por qué Dios los habrá hecho tan feos, ¿no?
Patricia tenía al costado de su casa una parra cargada de uva chinche. Alguna vez jugamos a la vendimia y terminamos con dolor de panza de tanto comer hollejos. Debe de haber sido por entonces que se nos ocurrió lo de la actuación. Como yo estaba leyendo Mujercitas y fascinada con la historia, les dije a las chicas de armar una "obra de teatro" en el fondo. La previa fue una fiesta: buscar los vestidos, peinarnos, pintarnos los labios, los ojos, las pestañas. A escondidas de mi mamá me llevé de uno de sus cajones una mantilla negra y un perfume.
Ese mismo verano arrancamos con los picnics. Los sábados a la tarde nos íbamos al campito de al lado de la casa de Marcela, poníamos el mantel sobre el pasto y arriba cada quien acomodaba lo que había traído: galletitas, queso, un huevo duro. Comíamos y después nos tendíamos panza arriba, al sol. La hora de las nubes.
Once años teníamos. Íbamos a ser actrices, oficinistas. Yo, arqueóloga. Con Fabiana ya teníamos todo planeado: nos recibíamos, viajábamos a Egipto y descubríamos la tumba de Cleopatra.
-Está abajo del Nilo. Por eso nunca la encontraron. Pero está ahí, ahí abajo. Sumergida.
A mí su idea me parecía sensacional. ¿Cómo no se me había ocurrido? Claro, era eso. La reina estaba durmiendo bajo el agua, desde hacía miles de años. Por días soñé con una tumba de piedra invisible desde la superficie donde había un sarcófago azul. Yo acababa de aprender la palabra lapislázuli y la repetía delante de las chicas, para impresionarlas. Eran los días de La Mujer Maravilla y todas las de mi edad queríamos ser como ella: inteligentes y poderosas, además de lindísimas.
Por esos días también, cuando regresamos a clase, nos dieron charla. Nos reunieron en el salón de actos del colegio -"Solo las nenas", dijo la directora- y nos proyectaron una película sobre la menstruación. Pero había que decir "la regla" o "el período". Después nos habló una médica. Dijo que en breve nos íbamos a convertir en mujeres.
Recuerdo el verbo: "convertir". La idea me encantó, tal vez porque nuestra heroína también se convertía. Giraba y pasaba de secretaria anteojuda a diosa en minishort azul. A la salida de la charla nos dieron una toallita y un folleto rosa decorado con trompas de Falopio. De girar, ni media palabra.
Once años teníamos. Tiramos el folleto. Esa misma tarde nos subimos otra vez a los árboles. Jugamos, que es lo único que una nena debe hacer a esa edad.
La suficiente maravilla.