Naturaleza. De lo lúdico a lo siniestro, todos los finales posibles
Las consecuencias de un desarrollo no sustentable se ven reflejadas en muchas de las obras de más de 45 artistas nacionales y extranjeros exhibidas en el Centro Cultural Kirchner
En un texto de 1971 escrito para el número trece de la revista de la Internacional Situacionista, el ensayista y agitador francés Guy Debord advertía que el deterioro de la totalidad del medio natural y humano se ha convertido en el problema mismo de la posibilidad material de la existencia del mundo. Por entonces, Debord no planteaba la posibilidad de salvar el mundo sino (y tan sólo) se preguntaba cuál era el plazo que quedaba. "Una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha desarrollado un movimiento de dominación de la naturaleza que no se ha dominado a sí mismo", escribió Debord. De algún modo esas palabras están sintetizadas en una obra de Margarita Paksa: El avance urbano (1996), una placa de acero que acecha un rectángulo de césped, como si el mundo fuera una lata y la abriéramos para ver lo que hay dentro. Una imagen directa que prescinde de la metáfora.
Ese nihilismo de Guy Debord se advierte en Paksa pero también en la instalación del artista uruguayo Rimer Cardillo, Cupí de Buenos Aires, un montículo confeccionado con moldes de aves que murieron estrelladas contra los grandes edificios vidriados de las ciudades. Cupí, en guaraní, significa nido de hormiga; a diferencia de esas construcciones que conviven con la naturaleza, las del hombre intervienen de una manera brutal sobre el paisaje.
Ambas obras, con recursos metafóricos opuestos, reflexionan sobre la misma cuestión e integran la exposición Naturaleza: : refugio y recurso del hombre, que puede verse hasta diciembre en el CCK. Con la premisa de utilizar la naturaleza como tema, inspiración, instrumento y representación, más de 45 artistas nacionales y extranjeros fueron convocados a intervenir diez salas del ex Palacio de Correos a partir de ocho ejes que atraviesan los elementos del aire, la tierra y el agua.
"Frente a los interrogantes y contradicciones con los que estamos obligados a convivir en el siglo XXI, Naturaleza discurre a través de una poética de lo posible que, a la vez, busca nuevas estrategias de integración, progreso y subsistencia", dice Gabriela Urtiaga, curadora general del CCK y cocuradora de esta muestra junto con Ana María Battistozzi y Laura Buccellato.
La propuesta corre el riesgo de abarcar demasiado y -lo que resulta más problemático- aspirar a una toma de conciencia. Sin embargo, el recorrido por las salas propone un viaje a través de lenguajes y estéticas diversas, con una mirada transgeneracional. Algunas reflexiones parten de la misma materialidad. Sucede en Modificar, de la artista costarricense Lucía Madriz. Es un mandala trazado en el piso en forma minuciosa con diferentes tipos de semillas. Un paso más allá es el que da Víctor Grippo con Energía vegetal, de 1977, donde el artista explora las posibilidades de la papa en la generación de energía alternativa a bajo costo.
El cruce entre ciencia y arte tiene otro de sus representantes en Luis Fernando Benedit, cuya Pecera para peces tropicales (1970) forma parte de sus investigaciones biológicas a partir de la incorporación de organismos vivos en sus obras. En esa misma sección se encuentran las ciudades utópicas de Gyula Kosice, el Aerocene Explorer de Tomás Saraceno y el registro de las intervenciones de Nicolás García Uriburu contra la contaminación de las aguas. Allí se exhiben también las Aldeas verdes de la artista y ambientalista estadounidense Vaughn Bell: jardines suspendidos que proponen al espectador una inmersión lúdica y pedagógica para descubrir la naturaleza desde una nueva perspectiva.
Océanos inquietos
Una clara intención lúdica es la que propone el escocés Martin Creed en La mitad del aire en un espacio dado, que acapara la sección dedicada a este elemento. Ganador del premio Turner en 2001, Creed llenó la mitad de una enorme sala con globos azules. El resultado es un océano inquieto, en el cual el espectador puede sumergirse y provocar alteraciones.
Visualmente, esta instalación encuentra su espejo en otra del francés Jean-François Boclé, que acumula miles de bolsas, también azules. Representan un océano Atlántico que provoca, a la vez, atracción y repulsión. A diferencia de la de Creed, aquí el espectador no puede arrojarse sobre las bolsas. Como sucede en el océano, no sabemos lo que se oculta en sus profundidades. Ambas coinciden en la metáfora de un mar repleto de plástico. Lo lúdico, a veces, se torna siniestro.
Quizás por la libertad imaginativa que despiertan las distopías, esta sección incluye algunas de las obras más sugerentes de la exposición. Aunque ya se había visto en la galería Barro en 2016, la instalación El verdadero jardín nunca es verde, de Nicola Constantino, plasma un paisaje desértico que parte de El jardín de las delicias del Bosco para ubicar la fuente de la vida en el centro del relato visual. Además, le permite a la artista recorrer y citar algunas de las obras maestras clave en su formación.
Gabriel Valansi también elige citar a uno de los autores que admira en La premisa de Pompeya, una enorme maqueta hiperrealista que representa a más de cuatrocientos automóviles estacionados frente a la pantalla de un autocine. Observan, en la pantalla, la proyección de pruebas nucleares en loop. Aquí no hay integración ni progreso ni subsistencia sino una de las fantasías del escritor J. G. Ballard, que soñaba con encontrar una escena de nuestra cultura detenida en el tiempo luego de algún suceso catastrófico, al igual que lo hizo la erupción del Vesubio con los habitantes de Pompeya. Algunos autos, similares a los que describe Ballard en la novela Crash, tienen las puertas abiertas; aparecen títulos en la pantalla del autocine. Con esos elementos, Valansi conjuga la idea de un final para una sociedad enferma.