Naturaleza beligerante de los partidos políticos
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La legitimad política de los cambios estructurales puede inducirnos a una pregunta que, por la volatilidad de principios con que vivimos, resulta particularmente actual: ¿en qué consiste pertenecer a un partido político? ¿Consiste en vernos contenidos? ¿En vernos representados? ¿En sentirnos respetados? ¿Qué configura nuestro sentido de pertenencia política?
Pertenecer a un partido político no es nada de esto. No es sentirse apreciado, valorado, integrado. Estos son, más bien, síntomas de si estamos en el lugar y en el grupo correctos. Quizás hoy pertenecer a un partido signifique algo distinto: signifique conflictuar, debatir, discutir, problematizar. Vislumbrar un camino compatible con la crítica y el disenso. No hablamos de cualquier camino. No resulta algo indistinto. En política los rumbos prefiguran transformación. Inquietud frente al estado de cosas. Los partidos surgieron como consecuencia de movimientos que procuraron una realidad más justa, más equitativa y más digna. Cuando los partidos políticos se crearon representaron, más que nada, un dilema ético.
En su versión más moderna, los proyectos políticos prefiguran tres cosas: cómo pensar una realidad mejor, cómo hacer para alcanzar esa realidad, y cómo transformar las relaciones de poder (materiales, sociales y culturales) para lograr el cometido. Representan un modelo. ¿Pero qué significa realmente un modelo? ¿Qué conciben los dirigentes cuando proponen un modelo?
Aunque podríamos debatir largamente, con certeza coincidiríamos en tres aspectos: cambios estructurales y distributivos (como edificar una sociedad productiva y distributivamente más justa), cambios jurídicos (cómo transformar las leyes vigentes para alterar las relaciones de poder), y la instrumentación política de esos cambios. Así nacieron los primeros partidos. Grupos sociales más o menos organizados que con el tiempo constituyeron un sistema de participación. Un modo para acceder y cambiar la dirección ideológica del Estado.
Los partidos políticos no son entonces espacios en los que predomine la contención personal sino, más bien, la premura de la acción. Iniciativas dirigidas, a veces pérfidamente, a conquistar el poder. En política, esta no es cualquier acción. No supone cualquier cometido, sino aquel destinado a concretar lo que creemos. A dirigir nuestras conductas por medio de la convicción.
En los partidos políticos las peleas conllevan una intencionalidad. Los debates son con intención. Si no, constituirían meras pantomimas. La intención es lo que define la identidad ideológica y las expresiones que configuran nuestras creencias. Aquellas que, por medio del partido, pensamos que se pueden materializar. Quien pertenece a un partido, entonces, más que sentirse contenido lo que seguramente encontrará es tensión. Una tensión significativa y muchas veces incómoda. Y, junto a eso, una rara sensación de compromiso frente a lo que pensamos podemos transformar.
Cada cual sabrá hoy qué es lo que necesita nuestra sociedad para ser mejor. Qué es lo que necesitamos para modificar las estructuras vigentes y, con suerte, generar condiciones propicias para el desarrollo. Lo que es seguro es que, cualquiera sea esa dirección, no será sin una apreciable cuota de valor.
Doctor en Ciencia Política por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, Madrid