Narnia, 1985
Ya sé que a esta altura casi todos la vimos y que la mitad de la población ha escrito su propia nota crítica sobre Argentina, 1985. Pero esto no es una crítica cinematográfica. Ojalá que la película gane el Oscar, le hagan una estatua a Darín y los argentinos festejemos en el Obelisco. Cinematográficamente, lo merece. No estaría mal tampoco mostrar al mundo un héroe como Strassera y resaltar una de las pocas cosas de las cuales la Argentina nos ha hecho sentir orgullosos: la condena a los genocidas. Pero siempre hay un pero, y en este caso, es la agobiante parcialidad del argumento.
Es cierto que el arte implica libertad, que una película no es un paper académico y que cualquiera puede filmar cualquier cosa. Pero si ponés como título Argentina, 1985 estás dando coordenadas de tiempo y espacio precisas, y es deshonesto describir un tiempo y un lugar suprimiendo una de sus partes fundamentales. No es tan difícil. Es imposible hacer una película honesta sobre la Segunda Guerra Mundial evitando mencionar al nacionalsocialismo para no ofender a los alemanes, y no se puede hablar de los crímenes contra Ucrania omitiendo nombrar a Putin, como hace el Papa. Tampoco se puede hacer una película sobre el Juicio a las Juntas ocultando el rol que jugó el principal partido político argentino en aras del hipotético cierre de una grieta que jamás va a llegar por este camino. Es esto lo que me interesa comentar, no la película. El imponente, indignante y agotador sesgo peronista de la información que promueve esa enorme masa de periodistas, intelectuales, artistas, historiadores, académicos, panelistas y profesores siempre ocupados en barrer bajo la alfombra las acciones delictuosas de los muchachos; acaso, con la esperanza infantil de que no mirar al monstruo lo haga desaparecer mágicamente. Un sesgo peronista tan consolidado que la mayoría de los argentinos no lo percibe, como el pez no percibe que vive en el agua.
Repasemos los hechos, que son sagrados. Fue la decisión de Perón de apelar a la “juventud maravillosa” y sus “organizaciones especiales” el principal detonante de la violencia política de los setenta. Fue Perón quien volvió al país en una tarde horrible en la que las fracciones peronistas se masacraron en Ezeiza sin ningún tipo de intervención externa. Y fue Perón quien realizó su viaje hasta la última morada, San Vicente, en medio de otra epopeya de violencia puramente peronista desatada por las patotas de la Uocra y Camioneros. Entre la llegada y el entierro de Perón, pasó de todo. Salvajes atentados peronistas que incluyeron a dirigentes peronistas como Rucci. Conformación de un grupo represor parapolicial y paraperonista, la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), dedicado a liquidar peronistas montoneros. Visita de Pinochet seguida por la adhesión de la Argentina al Plan Cóndor de coordinación regional de la represión. Colaboración de la burocracia sindical peronista en la represión ilegal a las comisiones obreras de Izquierda. Asesinatos y primeras desapariciones, con más de mil muertos bajo gobiernos peronistas reconocidos en el Nunca Más. Finalmente, nombramiento de Massera (por Perón) y de Videla (por Isabel) en los cargos desde los cuales ejecutaron el genocidio, y los decretos de aniquilamiento de la subversión firmados por todo el gabinete peronista. Nada de esto menciona la película excepto los decretos, y lo hace mostrando a un Luder que los defiende ante el tribunal presentándolos hipócritamente como herramientas del estado de derecho cuando fueron sancionados al mismo tiempo que la Triple A paragubernamental asesinaba a mansalva.
¿Hechos anteriores a 1985 que era difícil incluir en el guión? Lo sucedido durante la gestación y desarrollo del Juicio es contundente también, y también falta o está distorsionado. El peronismo prometió legitimar definitivamente la autoamnistía militar, se negó a integrar la Conadep y se opuso a juzgar a las Juntas, tres hechos claves que la película oculta. Y apenas cuatro años después del fallo, el peronismo indultó a los culpables, lo que tampoco se menciona. No es esta una elección artística de los guionistas sino todo lo contrario. Es una toma de posición política. Libres ellos de adoptarla. Y yo, de señalarla.
Bajo un manto de aparente asepsia, Argentina, 1985 esconde sus preferencias. “Estamos solos”, dice el personaje de Strassera, metiendo en la misma bolsa al radicalismo, que estaba, y al peronismo, que se había borrado. El favorito de los guionistas es, por supuesto, Moreno Ocampo; un héroe camporista que señala “la tradicional tendencia de la clase media a justificar golpes”, excusa al peronismo limitando la investigación a “los gobiernos de los nueve comandantes”, recita el mantra sagrado de los 30.000 desaparecidos y califica a los crímenes terroristas como “hipotéticos delitos”. Joven, lindo, mediático, jacobino; de doble apellido y alcurnia militar como casi toda la dirigencia montonera, el brillante Moreno Ocampo de la película se destaca sobre el grisáceo Strassera, invirtiendo la importancia histórica que tuvieron en la realidad, degradada de única verdad a opción aleatoria.
Casualidad de casualidades, el único personaje que declara su filiación partidaria, uno de los simpatiquísimos abogados adolescentes, es peronista. Del radicalismo se omite a Alfonsín -única figura central de aquellos años físicamente ausente de la película- y se muestran solo, insistentemente, los personajes radicales menos atractivos. De principio a fin, son dos las luces que iluminan Argentina, 1985. Una crítica, para el radicalismo. La otra, complaciente, para el peronismo. Tróccoli, ministro del Interior del gobierno que promovió los juicios, es mostrado armando operaciones y preparando componendas. Luder, candidato presidencial de la amnistía, es presentado como un defensor del estado de derecho. Las “leyes de impunidad” radicales se mencionan. Los indultos peronistas se ignoran. La idea que justifica esta masacre de los hechos es, adivino, que hay que cerrar la grieta a como dé lugar; para lo cual, si es necesario, se debe dar por válida la versión peronista de la Historia. Con tal de no irritar a los muchachos. Por miedo a que nos digan gorilas. Así, en Argentina, 1985, la Conadep que los peronistas no quisieron integrar y el informe Nunca Más que vandalizaron han desaparecido, junto con la lucha contra el pacto sindical-militar proclamada por Alfonsín de la que el Juicio era parte. Lejos de evitar grietas, es precisamente esta forma argenta del síndrome de Estocolmo la que le permite al peronismo seguir proponiéndose como único representante de la Patria y del Pueblo; nudo estructural de la grieta que los cierragrietas aspiran clausurar mediante sus astutas concesiones.
Con la habilidad de un torero, hay que reconocerlo, Argentina, 1985 esquiva todos los temas molestos a la construcción peronistamente-correcta de la nueva Historia oficial. Lejos de ser apartidaria, su guión oculto es el relato K sobre los derechos humanos. El producto final no es un objeto artístico “inspirado en hechos históricos” sino una obra de ciencia-ficción. Si le hubieran puesto Narnia, 1985 y los protagonistas hubiesen sido marcianos con antenitas verdes que hablan en portugués habría sido más honesta. Semejantes falsificaciones no son gratis. Fue la distorsión de lo sucedido en los setenta lo que permitió al peronismo presentarse como víctima y designar a sus adversarios democráticos como “antiperonistas” para ubicarlos al lado de los dictadores; cuando fueron Perón y su movimiento los grandes responsables de crear las condiciones que permitieron el golpe. Fue la imposición de la historia oficial K lo que le permitió al peronismo apropiarse de esos derechos humanos que habían ignorado cuando las papas quemaban y las Fuerzas Armadas no eran una sombra sino un poder enorme y ominoso, el que tuvo que enfrentar el radicalismo sin ningún apoyo de los compañeros. Y fue la aceptación acrítica de la versión peronista de la Historia, incluido el ocultamiento de Alfonsín, la que habilitó a Néstor Kirchner a proclamar frente a la ESMA “Vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia tantas atrocidades”. ¿Cómo? ¿Y el Juicio a las Juntas? Desaparecido.
Bizarramente, al carro de Argentina, 1985 se subieron algunos neoalfonsinistas para hablarnos de un país de consensos que en 1985 habría juzgado, saltando grietas, a los asesinos. Pero eso, si pasó, ocurrió en Narnia. En la Argentina, fueron la valentía y el coraje de Alfonsín y parte de la UCR los que permitieron juzgar a los criminales a pesar de la oposición del peronismo, como prueba el hecho de que el Juicio se inició por un decreto del Ejecutivo y no por una ley del Congreso, para la que se habría requerido el apoyo peronista. Significativamente, el personaje de Strassera se indigna con un discurso de Tróccoli y lo compara con el de la dictadura pero no tiene nada que decir del peronismo en toda la película. Nadie que lo haya conocido puede creerlo. Basta leer lo que opinaba de los Kirchner y su apropiación oportunista de los derechos humanos.
El principio central que llevó al Juicio a las Juntas fue la convicción de Alfonsín y de los suyos de que no se podía fundar la democracia sobre la distorsión y el olvido de lo sucedido. Argentina, 1985 es la negación de ese principio; la ilustración artística de la propuesta de fundar la república sobre la distorsión y el olvido de los hechos. En esto, la película se parece más bien a otro gran tentativo peronista de cerrar grietas: los indultos de Menem. Su deliberado achatamiento de toda tensión política que vincule a la Argentina de 1985 con la actual multiplica los efectos distorsivos de la Leyenda peronista: el menosprecio del rol de la UCR en la más destacable de sus acciones históricas, el borramiento de sus héroes reales -como Alfonsín, Sábato y Graciela Fernández Meijide- y la santificación de personajes dudosos, agradables al gusto peronista, como Arslanian y Moreno Ocampo. O como Estela y las Madres, que estaban en contra de los juicios, lo que tampoco se dice. También se calla que en la Argentina y en 1985 fueron juzgadas y condenadas las cúpulas terroristas guerrilleras. Firmenich. Vaca Narvaja. Perdía. Nombres de recobrada actualidad en esta Argentina-2022 gobernada por el peronismo.
Argentina, 1985 es también, faltaba más, una empalagosa autoexculpación de la sociedad nacional, de la que se espera que llore y aplauda en la sala ante la proliferación de organizaciones inmaculadas, abogados adolescentes y gente linda. Como si Videla y sus muchachos hubieran bajado en un plato volador a destruir el paraíso que con Cámpora, Perón, Isabelita y López Rega habíamos construido para 1975, año del Rodrigazo, las primeras desapariciones y los decretos de exterminio. En homenaje a tanta hipocresía debió haber cerrado la película Néstor Kirchner enunciando la mejor de sus frases: ¡Las cosas que nos pasaron a los argentinos! Después, solo habría quedado bajar el telón, definitivamente.