Napoleón divide a los franceses: ¿héroe o villano?
Muchos lo perciben como un autoritarioantisemita y un precursor del Holocausto
PARIS .- "El, siempre él...", lamentaba un joven Victor Hugo en 1829, cuando Chateaubriand no cesaba de repetir en su presencia la leyenda del último exilio de Napoleón Bonaparte. Dos siglos más tarde, con 181 años que nos separan de su muerte, más de un observador tiene derecho a pronunciar similar señal de tedio.
Porque Napoleón está en todas partes. En las estampillas, en las tazas de café de infinidad de brasseries , en cajas de bombones, en botellas de licores y, más que nada, en boca de las adolescentes que ahora exigen a sus coiffeurs cortes de cabello "a la Josefina" -bucles incluidos- y pasan buena parte del día consumidas en la búsqueda de vestidos de estilo imperio, aquel que fue furor en la década del setenta y que tornaba a la chica más delgada en una potencial embarazada al ceñirse debajo del busto.
El agente provocador de este brote de fiebre bonapartista fue la emisión en el canal estatal France 2 de la biografía de Napoleón más larga y cara en la historia de la televisión europea. Seis horas de superproducción filmada en siete países y dos idiomas -francés e inglés- para resumir en cuatro episodios 26 años de la carrera del general, desde su partida de Ajaccio hasta Santa Elena. Todo gracias a una inversión sin precedente de 60 millones de euros por parte de productores franceses, italianos, alemanes, canadienses, húngaros, españoles, ingleses y norteamericanos.
Esto hizo posible la presencia de un elenco de estrellas encabezado por Christian Clavier -famoso aquí por un clásico convertido en serie: Los Miserables - en la piel de Napoleón; Isabella Rossellini, su Josefina; John Malkovich, el intrigante Tayllerand; Gérard Depardieu, el temido jefe de policía Fouché -y productor ejecutivo de la emisión- y Anouk Aimée como la madre del clan Bonaparte.
El éxito televisivo no ha hecho más que tornar en masivo un fenómeno cultural ya existente. Era una vez Napoleón , una pieza teatral de Alain Decaux, llena a diario las butacas del Palais des Sports de París desde hace meses. Las casas de remates se están quedando sin pañuelos con el monograma N. B. para ofrecer a los coleccionistas -una silla de caña hallada en la habitación donde él murió se venderá en noviembre próximo a un valor estimado de 80.000 euros-, y el número de libros publicados sobre su genio y figura es tan enorme (10 aparecieron el último mes) que muchas librerías los han sacado del rubro historia para colocarlos en uno propio denominado napoleónica.
La película Monsieur N. , de Antoine de Caunes, ya terminó de ser rodada y saldrá pronto a las salas al mismo tiempo que el dibujo animado El general y Bonaparte , de Francis Nielsen.
Pero lo más notable de este renovado interés es que viene acompañado por un debate que divide a los franceses con la misma pasión que en las postrimerías de Waterloo.
Por un lado están los que siguen profesando, como Stendhal, "una suerte de sentimiento religioso al hablar del hombre más grande que apareció en el mundo desde César". Del otro lado, los que lo consideran un egomaníaco precursor del Holocausto.
Entre los últimos se encuentra el historiador Roger Cantini, autor de Napoleón, una impostura , quien denuncia la imagen transmitida en las escuelas como una "estatua dorada" creada por seis generaciones de historiadores, políticos, militares, escritores y artistas interesados en exaltar un espíritu patriótico con la intención de recuperar Alsacia y Lorena tras la ocupación alemana de 1870.
"La historia de Bonaparte está plagada de mentiras. La primera es que no hablaba bien francés porque era corso y prefería usar el idioma de su tierra natal. Napoleón jamás fue corso. Era genovés y hablaba toscano", asegura Cantini, él mismo de nacionalidad corsa y reconocido por sus colegas como un investigador serio, editor entre otras cosas de la prestigiosa Enciclopedia Bordas.
El engaño más escandaloso, a su ver, es haberle acreditado al pequeño cónsul la creación del influyente Código Civil francés, apodado justamente Código Napoleón.
"La Asamblea Constituyente de 1789 ya había decidido instaurarlo y la Constitución de 1791 le dio vida. Cuando Bonaparte llegó al poder, el Código ya estaba terminado", replica.
Como Hitler y Stalin
Pero lo que saca a este historiador de las casillas es la asociación del emperador con los ideales de libertad que circulaban en la época. En su obra no duda en compararlo con Hitler y Stalin: "Napoleón creó una policía secreta que nada tenía que envidiarle a la Gestapo, restableció la esclavitud en las Antillas cuando en el resto del mundo estaba siendo abolida, durante 18 años suprimió la mayoría de las libertades públicas, aplicó la censura a la prensa y promulgó decretos antisemitas.
"Después de Waterloo, Francia quedó ocupada por los austríacos, los rusos, los prusianos y los ingleses. Napoleón, al inventar una Alemania unificada con la amalgama de 360 Estados en una confederación de 39, nos creó un enemigo hereditario. Nuestro país, en tanto, permaneció expulsado del concierto de las naciones durante cuarenta años. Dos millones de nuestros mejores jóvenes murieron en los campos de batalla. El saldo político y militar de este personaje es nulo", concluye Cantini.
En un punto -la política antisemita-, la realidad se muestra un poco más compleja. La revolución francesa había excluido a los judíos de los derechos del hombre y de los ciudadanos. Fue la Asamblea Constituyente de 1791 la que les acordó los mismos derechos y deberes, algo inexistente en el resto de Europa.
Bajo el imperio, es cierto, Napoleón puso marcha atrás. En 1808 prohibió a los judíos dedicarse a "todo comercio, negocio o tráfico de no ser tras adquirir una licencia municipal que constate que no se dedican a la usura o al crimen". También les impidió radicarse en Alsacia y Lorena, donde ya eran numerosos, y sólo los autorizó a instalarse en el resto del país siempre que se dedicaran "exclusivamente a la agricultura".
Aún así, muchos en la comunidad hebraica le agradecen haberles permitido adoptar por primera vez apellidos de familia y nombres fijos, siempre y cuando no se inspiraran "en el Viejo Testamento o en ciudades del imperio".
Poco antes de su muerte -de cáncer, para algunos; asesinado por los ingleses o por su ayudante Mortholon, para otros-, Napoleón dejó por escrito este deseo: "Yo querría ser mi posteridad y asistir a aquello que un poeta me hará pensar, sentir y decir". Hoy la historia, cuando no pasa por la televisión, ya no escribe poemas.