Nadie es la patria, pero todos lo somos
Menos mal que llegó el cambio. Nos estábamos acostumbrando al nombre que el kirchnerismo le puso al viejo Palacio de Correos, ejemplo emblemático de una fiebre bautismal que buscó construir una hegemonía a través de la mitificación de Néstor Kirchner. La fiebre se disparó tras su muerte, en octubre de 2010: calles, hospitales, escuelas, terminales de ómnibus y hasta un canódromo fueron rebautizados con su nombre a lo largo y ancho del país. Alcanzó su pico en 2012, cuando los cañones de la batalla cultural apuntalaban el declamado objetivo de “ir por todo” y Cristina Kirchner le puso el nombre de su esposo a la reconvertida sede del Correo Central. Aquel delirio mesiánico pasó, pero el nombre quedó. Convengamos que es raro disfrutar de expresiones artísticas de alta calidad en un edificio que rinde homenaje al creador de un esquema de robo de fondos públicos por el que su esposa fue condenada a seis años de prisión, y cuya debilidad, más que el arte, eran las cajas fuertes.
Nada detiene el flujo y el reflujo del mar. Y cuando la marea baja, hay que limpiar la playa de los residuos derivados de la contaminación de las aguas. Por eso celebro que el Gobierno haya decidido darle nuevo nombre al Centro Cultural Néstor Kirchner, paso que Mauricio Macri no pudo dar durante su gestión. Era una deuda pendiente. Un templo de la cultura, y este lo es, debe ser abierto, integrador, a fin de reflejar y convocar al conjunto. Todo intento de colonizarlo para acrecentar el poder de una facción es, también, un robo de lo que por definición es de todos. Por esta misma razón creo que la elección del nuevo nombre no es la mejor. Si con esta medida el Gobierno apunta a erradicar toda connotación política, podría haber buscado otro. Es un problema de contexto. Palacio Libertad suena muy lindo, pero hoy tiene una contraindicación: en la Argentina modelo 2024, en boca del gobierno libertario y puesta a un edificio público tan importante, la palabra libertad adquiere resonancias inequívocas. Javier Milei se la ha querido apropiar, y lo ha hecho en beneficio de una polarización que, como la anterior, divide a los argentinos entre los que adhieren al gobierno y los que se oponen o manifiestan críticas. No conviene reemplazar una batalla cultural por otra, al menos si son de este tipo.
En descargo de Macri, que no llegó a rebautizar el CCK, hay que decir que Milei cuenta con un apoyo social más firme para avanzar con medidas drásticas y osadas. Hay una sociedad que quiere dejar el pasado atrás y está dispuesta a pagar el costo que eso supone. Ese apoyo le debe mucho al cuarto gobierno kirchnerista, sindicado por la mayor parte de la ciudadanía, con razón, como el responsable de las actuales penurias. Sorprende por eso, aun conociendo sus antecedentes, el modo en que ensayan la vuelta a escena sus principales figuras y la troupe que las acompañó. Lo vemos en el Congreso. Después de haber sostenido los dislates de Cristina Kirchner durante tantos años, después de habernos traído hasta aquí, los Mayans, los Moreau, los Di Tulio, los Recalde y compañía podrían guardarse por un tiempo, en lugar de salir a defender los privilegios del status quo escudados en valores contra los cuales arremetieron con fervor y sin tregua. No hay resquicio por donde pueda entrar el más mínimo análisis autocrítico. De eso también dio testimonio la jefa, que en versión “mujer común” sigue pontificando como antes, aunque ahora en una iglesia semivacía y desprovista de los símbolos del poder.
Todavía aturdido y desarticulado por la derrota, el peronismo ve amenazada la pervivencia de un sistema agotado que le ha permitido dominar al país durante décadas a costa del bienestar de la gente. Por eso reacciona. Es el gesto de una oligarquía en decadencia. Y como cada vez que no es gobierno, apela a su fuerza de choque, el sindicalismo. De nuevo, llaman al paro viejos jerarcas que han acompañado la larga decadencia argentina aportando lo suyo mientras se enriquecían. La película se repite. ¿O esta vez será distinto?
La respuesta, o parte de ella, la tiene el Gobierno. Si pudiera distinguir dónde está la oposición destructiva y dónde buscar más apoyo, quizá no hubiera tenido que resignar, en la Ley Bases, disposiciones que limitaban los ingresos de los sindicatos (de ellos vive la jerarquía que los domina). El Gobierno logra un gran triunfo con la baja de la inflación, pero no debería olvidar su promesa de fondo, la lucha contra “la casta”. En este sentido, hay cosas que preocupan, desde un Scioli funcionario hasta la candidatura para la Corte de Ariel Lijo, convertido en símbolo de impunidad. Sin olvidar la necesaria desregulación de los mercados cautivos y las ventajas de los contratistas del Estado, beneficios que existen entre los que aplauden con ganas al Presidente en los foros empresarios. La madeja es grande.
Solo así, con el fin de los privilegios corporativos tan enraizados en el país, volverá a tener sentido el verso de Borges inscripto en un cartel luminoso que el kirchnerismo ordenó sacar del frente del CCK a fines de 2020: “Nadie es la patria, pero todos lo somos”.