Nada es para siempre
Se diría que los humanos estamos hechos no de células, sino de tiempo. Somos millonarios en minutos que día a día disminuyen sin que nada ni nadie pueda impedirlo. Nuestros relojes biológicos gobiernan las mareas metabólicas que nos hacen dormir y despertar, estar activos o darnos a la ensoñación. Todo nuestro ser está compuesto por cronómetros increíblemente precisos que nos señalan cuándo es el momento para nacer, para tener hambre, para enamorarnos. Sin darnos cuenta, atravesamos fronteras dejando atrás imágenes y momentos que no podrán recuperarse.
Cuando miramos hacia el futuro tenemos la ilusión de que siempre todo seguirá más o menos igual, de que avanzamos aunque sigamos en el mismo lugar. Cuando tenemos hijos, y podemos abrazarlos, y mirarlos sonreír mientras duermen, se nos hace imposible concebir que algún día tal vez vivirán a miles de kilómetros de distancia.
A fines de los años setenta, cuando me inicié en el periodismo científico, no era más que una jovencita con mucha audacia, ilimitado entusiasmo y una pasión desbordada por transmitir los fabulosos hallazgos que se iban realizando en las más diversas disciplinas. La fascinación de conocer (y tener el privilegio de interrogar) a los protagonistas de descubrimientos que permitían vislumbrar el horizonte de la ciencia del momento fuer un imán irresistible. Recuerdo cuando ingresé a ofrecer mi primera nota en la oficina del recordado Daniel Viacava. En esos días, en los que todavía tipeábamos en las célebres máquinas mecánicas “Olivetti”, teníamos que escribir en “papel pautado” (con líneas verticales y marcas que permitían hacer un cálculo aproximado de su extensión). Y para guardar un duplicado, no había más recurso que recurrir al “carbónico”.
A quien ingrese a una redacción actual, con escritorios desiertos, silenciosa y casi vacía por la pandemia, pero con pantallas colgando del techo por doquier como hongos rectangulares, se le hará difícil imaginar el ambiente de frenética actividad (con olor a humo de cigarrillo) y ríos de adrenalina que corrían por doquier hace treinta años a las once de la noche, cuando se acercaba la hora del “cierre” de la edición impresa. Como mi escritorio estaba en un extremo, alguna vez, cuando la jornada se extendió más de la cuenta, recuerdo haber observado la escena, con el corazón latiéndome aceleradamente mientras descreía del privilegio que me había sido concedido.
Era un mundo encantado que mis hijos conocieron bien porque allí pasaron muchas tardes, sentados en el suelo, en un rinconcito, haciendo sus tareas escolares o mirando con curiosidad cómo trabajaban “los grandes”. Así como los océanos se alejan de las costas a diario, en esos tiempos las noticias se sometían a una cadencia conocida y previsible. La prensa gráfica empezaba a “calentar motores” después del mediodía, y avanzaba en su tarea siempre contrarreloj durante toda la tarde casi hasta medianoche. Había que esperar a la mañana siguiente para que los titulares marcaran la agenda del día, que se retomaba en la radio y en los programas televisivos. Durante décadas en las que nunca dejé, ni estando de viaje ni de vacaciones, de escribir cada semana columnas sobre ciencia, salud y tecnología, levantarme y ver esos (y otros artículos con mi firma) en la edición impresa me producía una felicidad inmensa. Luego llegaron las computadoras personales, la internet, las ediciones “online” y las redes sociales. Las noticias hoy nos alcanzan desde nuestros dispositivos electrónicos, minuto a minuto, las 24 horas . Hasta algunas producidas por robots…
Tal vez dentro de no mucho, la aventura que amo se vuelva irreconocible. Igual que tantas vivencias que hoy, cuando se acerca el fin de una etapa, no puedo dejar de celebrar y agradecer. Ya se sabe, nada es para siempre. Aunque no es menos cierto que los finales pueden alumbrar nuevos comienzos...