Nada es para siempre: el fin y la renovación de la política
Los historiadores lo saben, los estudiosos de la política lo estudiaron y los viejos (por el solo hecho de serlo) también lo tienen claro: nada dura para siempre; tampoco la posesión del poder.
La frase bien podría ser un buen título para una película de James Bond. Aplicada a la política, se refiere a una situación evidente en sí misma pese a que en Venezuela, la Argentina y Brasil, hay resistencia a aceptarlo.
Los ciclos políticos duran un tiempo y luego la propia gente se encarga de buscar nuevos caminos. Esto fue siempre así y la democracia logró operar esos cambios sin que fueran traumáticos y que garantizaran la continuidad de las instituciones.
No ocurre con algunos de los gobiernos latinoamericanos, de corte populista o bolivariano, que están llegando al final luego de largos reinados. Se resisten a aceptar que perdieron, nunca imaginaron que lo suyo era una etapa con un inevitable final. Y por lo tanto actúan como niños malcriados. Tienen berrinches, patalean, no quieren soltar un juguete que nunca fue suyo.
Los Kirchner, los chavistas, los Correa, los Morales y de alguna manera, aunque no exactamente igual, los seguidores de Lula en Brasil y los frenteamplistas en Uruguay creyeron que una vez instalados en el gobierno sólo había que inventar la reelección indefinida. Su objetivo era "ir por todo" o lograr lo que propuso la diputada Diana Conti: "Cristina eterna". Una Cristina Kirchner alentada por una claque que festejó todas sus salidas: o la creían genial o le temían. Nunca se sabrá.
En Venezuela, Nicolás Maduro creyó que su "revolución" importaba más que el pronunciamiento popular, al que desprecia. En Brasil, el ex presidente Fernando Henrique Cardoso percibió antes que nadie el sutil operativo del Partido de los Trabajadores para "sobrevivir" en el poder. Tras los dos períodos de Lula vinieron los de Dilma Rousseff. Pero este segundo se le está haciendo cuesta arriba. Hoy, con las cartas a la vista, es lógico preguntarse si ante las dificultades económicas, la corrupción impresionante y la pérdida de popularidad, tenía sentido presentarse a un segundo período que ganó a duras penas. El campo minado que estaba dejando le estalló a ella misma. Cosa que no hizo Cristina. Ella se va desgastada, sí, pero con un núcleo fuerte de apoyo. De su desastroso legado que se encargue Mauricio Macri.
En Uruguay, la situación no llega a estos extremos. Pero con la reelección no consecutiva de Tabaré Vázquez, el Frente Amplio inició su tercer período con una bonanza en declive y un alarmante desorden dejado por su antecesor José Mujica. Hubo pésimo manejo en las empresas públicas y el presidente es desafiado por el sector mayoritario de la bancada frentista que responde a Mujica y que actúa como "comisario político" con tales reflejos autoritarios que hacen recordar a La Cámpora. A Vázquez se le presenta un panorama complicado cuando todavía le queda la mayor parte de su período.
Creyeron que venían a quedarse para siempre y olvidaron que en las democracias las cosas no son así. Algunos de estos gobernantes no son demócratas convencidos, pero de haber revisado la historia hubieran descubierto que las dictaduras, las monarquías absolutas y los regímenes totalitarios tampoco duraron para siempre.
Por eso la democracia es sabia. Obliga a someterse al juicio de la gente cada cuatro o cinco años. Si un partido sufrió un fuerte desgaste, vuelve al llano, restaña sus heridas, renueva sus liderazgos y en poco tiempo está pronto para retornar al gobierno.
Pasa con demócratas y republicanos en Estados Unidos, con democristianos y socialdemócratas en Europa. A veces las políticas económicas generan frustración; otras veces es el estilo.
Cuando el partido laborista británico retomó el gobierno luego de más de 12 años en el llano, no eran los lineamientos económicos de Margaret Thatcher (una líder criticada, pero popular) lo que estaba en cuestión, sino su modalidad personal. Lo que deslumbró al comienzo cansó al final. Algo similar ocurrió con Tony Blair, exitoso en sus inicios, pero cuyas decisiones finales irritaron. Volvieron los conservadores, el mismo viejo partido de siempre. Sólo que David Cameron no es Thatcher Ese continuo cambio dentro de la permanencia, esa posibilidad de ser algo nuevo y a la vez expresar los valores de siempre, es lo que permite la alternancia de partidos.
Se trata de una regla que debe ser bien aceptada para irse con dignidad y traspasar el gobierno al adversario con elegancia. Sólo así está garantizado que llegado el momento, el partido perdedor vuelva y el liderazgo desgastado dé lugar a uno nuevo.
El problema es que los perdedores de hoy en América se creyeron salvadores mesiánicos y pensaron que la gente pediría que se quedaran para siempre. Actuaron con impunidad, fueron pedantes, corruptos y prepotentes. Necesariamente su ciclo se iba a terminar y ellos mismos se encargaron, fieles a su estilo provocador, de que la salida fuera traumática. Olvidaron aquella casi simplona sentencia: "nada es para siempre".
El autor, uruguayo, es columnista de la revista Búsqueda