Nace una nueva coalición de gobierno
Más allá de las idas y venidas, las resistencias y los reacomodamientos que puede producir, ocho semanas en el poder fueron más que suficientes para que Javier Milei advirtiera que no podía continuar con su esquema original de gobierno y con su endeble presencia tanto en el Congreso como a nivel territorial, considerando provincias y gobiernos locales. Por eso, el lógico primer paso consiste en sellar un acuerdo político con uno de los pilares de su campaña, desde mucho antes de la primera vuelta e incluso de las PASO. Se trata del expresidente Mauricio Macri, quien, descartada su candidatura y a pesar de que sostenía la de Patricia Bullrich con el objetivo de sofocar la insubordinación de Horacio Rodríguez Larreta, veía en el economista libertario un vector de poder con el que concretar su anhelada revancha en cuanto a la implementación del ambicioso programa de cambio económico, político, social y cultural que no concretó durante su malogrado mandato.
Los contornos definitivos de este pacto aún no fueron del todo definidos, pero es necesario preguntarse si será suficiente para consolidar un esquema de poder que evite la notable asimetría entre una narrativa cuasi revolucionaria y una musculatura política peso pluma, y logre rearticular el sistema partidario creando, por primera vez en la historia argentina, un polo de centroderecha competitivo electoralmente y con presencia en todo el territorio nacional.
Construir gobernabilidad es muchísimo más difícil que ganar una elección. Las mieles del éxito del candidato de LLA le permitieron definir una agenda de política pública transformacional y disruptiva, que se plasmó en el DNU de desregulación y en el borrador inicial de la nonata ley ómnibus. Sin embargo, había que ser ingenuo e ignorar los fundamentos más elementales de la política argentina para suponer que esas iniciativas tenían alguna chance de prosperar. Más allá del surtido repertorio de errores no forzados y declaraciones extemporáneas con que el equipo del Presidente y sus desafiladas espadas parlamentarias pusieron de manifiesto una compleja combinación de inexperiencia, soberbia y mala praxis, la dinámica de radicalización y desafío explícito y simultáneo a los principales factores de poder pudo haber precipitado una crisis política de extraordinarias dimensiones. Un presidente que mostró una saludable dosis de pragmatismo y autocrítica en su relación con el Papa tiene ahora la oportunidad de aplicar los mismos criterios para equipar a su administración de los mínimos recursos humanos, políticos y simbólicos para ordenar las prioridades de su estrategia y definir con inteligencia y sentido común los instrumentos para llevarlas adelante.
Milei no tiene muchos antecedentes exitosos en los que inspirarse para convertir su construcción electoral en una coalición de gobierno. La experiencia del Frente de Todos fue peor que la de Cambiemos. La rápida pelea terminal y personal entre CFK, reaparecida con algunas ideas sensatas inusuales en su repertorio (aunque aún sin capacidad de síntesis), y Alberto Fernández, que anima tertulias literarias en su autoexilio en Madrid, condenó a ese gobierno a una disfuncionalidad irreparable, que no pudo ser disimulada con la intervención de Sergio Massa desde fines de julio de 2022 ni mucho menos con la incorporación de Juan Manzur como jefe de Gabinete. Por su parte, Macri prefirió ignorar a sus socios electorales y conformar un “gobierno de presidente” respaldado por una teórica robustez tecnocrática, pero sucumbió a sus propias contradicciones y a su recelo para acordar con un sistema político que, con la excepción de los segmentos más radicalizados, está más predispuesto a contribuir a la gobernabilidad de lo que Macri antes y Milei en la actualidad hubieran preferido: nada mejor que ser víctima de bloqueos y conspiraciones para reafirmar la propia identidad (“el cambio”) y profundizar la polarización.
Paradójicamente, Fernando de la Rúa, que sí sufrió un sinnúmero de conspiraciones e intrigas y estableció para siempre el parámetro de la lógica destituyente (el helicóptero), hizo todo lo posible para que la Alianza nunca funcionara como coalición de gobierno. En síntesis, a pesar de que los constituyentes de 1994 incorporaron elementos propios del parlamentarismo, como la figura del jefe de Gabinete de Ministros para facilitar la cohabitación con otras fuerzas y evitar que los presidentes erosionaran su legitimidad, en especial si quedaban en minoría en el Congreso, el sistema político se las arregló para ignorar ese recurso y acrecentar los problemas en vez de abrazar esa solución.
¿Estará dispuesto Milei, que continúa con sus diatribas antisistémicas, a aprovechar la flexibilidad de nuestro ordenamiento institucional y conformar una estrategia que le permitiría avanzar, de forma más ordenada y previsible, con su programa de gobierno? Sería una ironía del destino que quien sigue definiendo al consenso como corrupción alcance un acuerdo político con Macri, a quien aún se le eriza la piel cuando escucha la palabra “rosca”. En contraste, quienes al menos en teoría siempre defendieron la lógica de los partidos políticos, el diálogo y la identificación de comunes denominadores para articular políticas de Estado fracasaron incluso en convenir reglas del juego básicas, económicas y políticas, que eviten el desquicio inflacionario, el derroche de gasto público y la vergonzosa reversión del desarrollo que caracterizó el último medio siglo de historia argentina.
¿Alcanza con una fusión entre LLA y Pro, al menos con un pacto que mejore la coordinación política y parlamentaria y le brinde al Presidente la capacidad de implementar su agenda? Incrementaría mucho su influencia en tanto y en cuanto legisladores, gobernadores e intendentes se alineen con (y disciplinen ante) este compromiso. Un problema no menor para Macri, sobre todo frente a las entendibles reacciones de estos últimos ante la discrecional decisión de Milei de cortar las transferencias a provincias y municipios, incluyendo fondos de asignación específica. ¿Podrá el líder de Pro, que se encamina a recuperar la conducción partidaria, persuadirlos de encolumnarse detrás de un presidente que los destrata, los desfinancia y los acusa de malgastar los recursos de sus contribuyentes? ¿Modificará Milei su narrativa? ¿Habrá, como siempre ocurrió en el país, un trato diferencial en función de una dinámica de quid pro quo que atempere la retórica de cambio estructural que sostiene el mandatario dentro y fuera del país?
El súbito cambio en la agenda política expone que ningún paradigma es sostenible en el tiempo sin una constelación genuina de actores políticos y sociales que lo defiendan y estén dispuestos a castigar con su voto y su acción política a quienes amenacen con removerlo. Los ideólogos del Gobierno apuntan a “corporaciones” o “grupos de interés” que defienden el orden establecido y conspiran contra el cambio, pero la aprobación en general de la ley ómnibus habla de su relativa debilidad más que de su fortaleza. Deberían reflexionar respecto de cómo construir un proyecto político sustentable que asegure que el actual giro promercado no sea un mero movimiento pendular que termine, más temprano que tarde, en otra reversión populista. En este contexto, el debate sobre la dolarización adquiere una importancia estratégica, como sugiere la experiencia de Ecuador, donde hasta Rafael Correa debió allanarse al apoyo popular que tuvo y tiene esa política.