Murgas, delincuentes y bandidos, cuando las palabras definen el clima de época
Buenas y malas noticias para los candidatos a presidente: en el debate del domingo pasado, a pesar de la mediocre performance de todos los participantes, ninguno parece haber perdido demasiado apoyo. Según un sondeo realizado por D’Alessio-IROL/Berensztein, el 51% de los consultados admite que el intercambio de opiniones y propuestas no tuvo incidencia en su decisión de voto, mientras que a un 40% le sirvió para ratificar su decisión.
La caracterización de “mediocre” es un dato más que una opinión: Myriam Bregman y Sergio Massa obtuvieron una calificación de 5,5 (en una escala de 1 a 10); Javier Milei, 5,4; Juan Schiaretti, 4,8%, y Patricia Bullrich, 4,2%. En el caso de la candidata de JxC, un tercio de los votantes de su coalición en las primarias de agosto se decepcionaron y la evaluaron con entre 1 y 5 puntos. Un anacronismo: hasta hace un tiempo, cuando se mantenían ciertos estándares de exigencia en la educación secundaria, todos estos alumnos se hubieran llevado la materia a diciembre. Por otra parte, el 55% cree que no hubo ninguna idea innovadora (cifra que se acentúa entre votantes de JxC), aunque un 37% considera que se desplegaron propuestas sugerentes en materia económica. Lo último que se pierde es la esperanza: más de la mitad de los encuestados confía en que la calidad del debate del próximo domingo mejorará, el 39% piensa que será similar y solo el 4%, que veremos un espectáculo aún peor.
En apenas una semana, el clima económico y político está significativamente más enrarecido, lo que incrementa los niveles ya extremos de incertidumbre. La volatilidad cambiaria tiende a acelerarse, con el denominado “contado con liqui” (el mecanismo que se utiliza para sacar dólares de manera legal del país) cotizando bien por encima de los $900, lo que implica una brecha superior al 200% respecto del dólar oficial, la más grande desde que se impuso el cepo. Surgen especulaciones de todo tipo respecto de lo que puede ocurrir en los próximos quince días y, en función del resultado de las elecciones generales, de ahí en adelante. Consultando a los principales operadores de la City y a quienes monitorean la situación argentina desde el exterior, las opiniones varían entre lo muy negativo y lo catastrófico. Algunos hacen de la necesidad, virtud: consideran que un “fogonazo inflacionario” alimentado por las medidas populistas anunciadas por Massa tendría un efecto nefasto desde el punto de vista social y podría generar tensiones en materia de gobernabilidad, pero al mismo tiempo le daría algo de margen de maniobra al nuevo gobierno como paso previo a un plan de estabilización.
Como si esto no fuera suficiente, el clima electoral se complica por la sucesión de escándalos que exponen una inusual combinación de impunidad, sospechas de corrupción, absoluta hipocresía y falta de sentido común. La provincia de Buenos Aires es el epicentro, pero los temblores se sienten y preocupan en todo el sistema político nacional. Es siempre difícil precisar, mucho menos predecir, el impacto de estos episodios en términos estrictamente electorales. ¿Tendrán los candidatos opositores la capacidad de capitalizar este cimbronazo que afecta sobre todo a los equilibrios más sensibles del poder del peronismo, incluyendo alguno de sus mecanismos de financiamiento?
En una visita a la Argentina en pleno Proceso, el gran escritor Ricardo Piglia, que se había visto forzado a exiliarse con el ascenso al poder de Jorge Rafael Videla, fue consultado respecto de cómo veía al país y a la ciudad de Buenos Aires. Su observación se concentró en carteles colocados a pocos metros de las paradas de colectivos que advertían: “zona de detención”. Por supuesto, se trataba de señales viales que tenían como único objetivo ordenar el siempre caótico tránsito vehicular, pero las palabras utilizadas parecían describir el panorama de un país que había entrado en la barbarie del terrorismo de Estado convirtiéndose, precisamente y sin las comillas, en una enorme zona de detención. “El lenguaje nunca es inocente”, había declarado otro escritor, Juan Goytisolo, en una entrevista de 1984. Las palabras ganan protagonismo en el debate público argentino preelectoral y sintetizan lo que está sucediendo.
Esta semana, en medio de la peor crisis de su gestión por las derivaciones del escándalo que protagoniza Martín Insaurralde, hasta hace días jefe de Gabinete de la provincia de Buenos Aires y socio político de Máximo Kirchner, el gobernador Axel Kicillof reunió en Vicente López a diversas agrupaciones de murgas. Si bien se trata de una expresión que remite a las propias raíces de la cultura popular de nuestro país y a la celebración del Carnaval –prohibida también en el oscuro período dictatorial–, en la práctica representa un típico ejemplo del pésimo manejo de los recursos públicos.
En efecto, no se trata de una manifestación autónoma y espontánea de la sociedad civil, sino de otra vertiente de clientelismo político, de un mecanismo adicional para transferir fondos públicos de manera arbitraria a un conjunto de actores sociales. En el marco de un Estado incapaz de jerarquizar, priorizar o establecer restricciones presupuestarias y que apela a la emisión descontrolada para satisfacer sus prácticas gasto-maníacas, el financiamiento de las murgas puede parecer irrelevante. Pero no lo es: el kirchnerismo siempre buscó estatizar para controlar, fruto de su desconfianza respecto de la autonomía del mercado y de la sociedad. También hay subsidios, a nivel provincial y nacional, para las fiestas locales más diversas, como las del poncho o la del salame. Triste mueca del destino: en el universo coloquial, la palabra “murga” denota un grupo desordenado, desorganizado, sin planes, estrategias ni experiencia. La descripción exacta de cómo la Argentina encaró la nacionalización de YPF, que sigue generando costos insólitos a un país fundido por decisiones irracionales. Kicillof, rara avis de la política bonaerense que puede observar sin agitarse el desarrollo del caso Chocolate Rigau, es el común denominador entre ambas murgas. Las de los Carnavales nos salen más baratas.
Luego de La historia oficial, de Luis Puenzo (1986), y de El secreto de sus ojos, de Juan Campanella (2010), la Argentina busca el tercer premio Oscar de su historia. La película elegida para representarnos en la próxima edición, del talentoso Rodrigo Moreno, tiene un nombre por demás curioso: Los delincuentes. De nuevo, las palabras nos ayudan a definir el clima de época. El mismo Estado que fracasa sin tregua para contener a la inseguridad, con las tragedias que ocurren a diario en Rosario, el AMBA u otros puntos del país, está impregnado, precisamente, de delincuentes: desde Ricardo Jaime y Julio López a las causas Vialidad y Cuadernos, la evidencia es concluyente. Cuando avancen los casos Hotesur y Los Sauces, será más difícil para millones de argentinos que creyeron en los Kirchner seguir negando la realidad. A propósito, este domingo el debate presidencial comenzará por la cuestión de la seguridad. Será interesante evaluar las distintas propuestas respecto del fenómeno del narcotráfico y el lavado de dinero. ¿Surgirá alguna pregunta respecto del juego? A propósito, recordemos que el nombre de la embarcación del “yategate” es… Bandido. Si se tratara de una obra de ficción, cualquier editor lo eliminaría por exagerado.
Las generalizaciones son injustas: muchos funcionarios y políticos trabajan honestamente para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. Pero en esta etapa hacen mucho ruido –y nos venimos empobreciendo por ellas– las pésimas decisiones públicas tomadas por murgas, delincuentes y bandidos.ß