Mujeres que cruzan fronteras
Hace 65 años que María Rosa llegó a Buenos Aires con su familia. Venían de Galicia, desde Vigo, y ella tenía entonces 5 años. Abuelos y tíos, paisajes y aromas quedaron para siempre en esa esquina bañada por el Atlántico y el mar Cantábrico. Pero sobre todo quedó allí su abuelo adorado, el que la llamaba Rosiña y al que nunca pudo volver a abrazar.
La mujer a la que la congoja todavía le quiebra la voz tiene hoy 70 años y es ella ahora la abuela de dos nietos queridos, pero la memoria afectiva es así de poderosa, capaz de atravesar décadas en segundos: un perfume, una foto, un recuerdo, actualizan de golpe todas las pérdidas y la hacen decir, con un enojo intacto: "Yo adoraba a mi abuelo, a mis tíos y primos, el paisaje de Galicia. No me quería venir: ¿por qué me trajeron?"
Lo contó el miércoles pasado en el Museo Etnográfico, durante la presentación de Inmigradas. Mujeres que cruzaron fronteras, libro en el que la antropóloga Aída Bengochea y la socióloga Geraldine Parola, con fotografías de Esteban Widnicky, retratan los trabajos y los días de doce mujeres y, a través de ellas, los de miles de migrantes que cruzan el globo en busca de una vida mejor. Un mosaico en movimiento de la inmigración: las que vinieron antes, las que siguen llegando, las que huyen de sus países por la pobreza, por las guerras, por la falta de oportunidades, por la violencia familiar. María Rosa pertenece a una oleada ya histórica, la de los españoles que huían del franquismo después de haber defendido la república en la Guerra Civil, pero el libro enlaza memorias de distintas épocas y continentes; historias singulares y diversas que, sin embargo, muestran sus puntos en común: el dolor de partir, el desgarro afectivo, el miedo de quien se juega a todo y nada en puestos fronterizos muchas veces hostiles, las humillaciones de la discriminación, la condición vulnerable del que anda con papeles precarios o en trámite, presas fáciles de la explotación, con pocas posibilidades de hacer valer la letra de la ley que se desdibuja tantas veces en la vida real.
Puntos en común que comparten además un salto cualitativo, el que va de la herida personal al reclamo colectivo. Muchas de estas mujeres que hoy tienen su residencia en la Argentina partieron de un problema individual -escolaridad para sus hijos, indefensión ante las redes de trata, abusos laborales-, pero en el camino descubrieron que no eran las únicas y aprendieron a sumar fuerzas. Algunas de ellas se convirtieron en referentes para sus connacionales, crearon organizaciones desde donde asesoran legalmente a los que llegan y ayudan a atravesar el desaliento de los trámites infinitos.
Mujeres que comparten la experiencia como se comparte el pan, mujeres que tejen día tras día las redes de amparo que mitigan la orfandad. En Inmigradas se hace visible no solo la trayectoria trashumante -Bolivia, Cabo Verde, Colombia, España, Paraguay, Perú, República Dominicana, Siria, Venezuela-, sino el protagonismo de las mujeres en esas epopeyas silenciosas. En los últimos años, la investigación académica empezó a hablar de la "feminización de las migraciones": si los hombres dominaron las primeras grandes oleadas de inmigrantes, en los desplazamientos más recientes, y en especial los de países limítrofes, la presencia femenina es protagonista.
Imposible no valorarlo en clave de género: son ellas las que consiguen trabajo y mandan remesas, son ellas las que no paran hasta lograr traer a sus hijos, son ellas las que toman conciencia de sus derechos, dan batalla y les abren camino a sus familias. Y en ese recorrido ganan autonomía, amplían sus márgenes de acción, mueven los límites del corralito donde la tradición guardaba a las mujeres. De estos cruces habla también Inmigradas, de un cruce de fronteras que va mucho más allá de los países.