Mujeres para hacer historia en Nicaragua
Entre la lista cada vez más creciente de rehenes secuestrados por la dictadura en Nicaragua, hay un buen número de mujeres de distintas edades y credos políticos, unidas por el fervor de la libertad y la democracia, valores que en mi país se imponen ahora ante cualquier diferencia ideológica. Volver a ser una república, como demandaba desde las páginas del diario La Prensa Pedro Joaquin Chamorro, el héroe nacional asesinado por Somoza en 1978.
No las conozco a todas, pero sé de ellas por su integridad moral, y su valentía, demostradas a cada paso en la lucha cívica por rescatar al país de las garras del autoritarismo caprichoso, y no pocas veces vengativo, que se ha impuesto por encima de la institucionalidad democrática, de la que solo quedan escombros.
Algunas son jóvenes, o muy jóvenes, una generación de relevo que busca dejar atrás el pasado amargo y repetitivo de demagogia y represión en nombre de ideales hace tiempo enterrados, y abren el camino para que el país entre en la modernidad democrática que le sigue siendo negada. Sus rostros están ahora en las pantallas de los teléfonos celulares, y sus nombres se vuelven familiares: Ana Margarita Vigil, Tamara Dávila, Suyen Barahona… cada una de ellas aislada en una celda de castigo. Hay que anotarlos, son parte del futuro que no podrá seguirle siendo negado para siempre a Nicaragua.
Estas mujeres de las que hablo, conscientes de que el cerco se estrechaba alrededor de ellas, y de que la policía del régimen asediaba sus casas, nunca buscaron esconderse, y lo que hicieron, y siguen haciendo, es grabar mensajes estremecedores: “Si están viendo este video es porque la policía allanó mi casa y me han secuestrado…”, comienza diciendo Suyen Barahona, madre de una niña y presidenta del partido Unamos.
Esto de los mensajes grabados es un patrón de resistencia cívica que se repite en todos los secuestrados, hombres y mujeres. Y el hecho de ver la cárcel como una prueba y como un desafío. No una queja, sino un reto.
Voy a poner dos ejemplos de la clase de mujeres con las que tiene que vérselas la dictadura.
Violeta Granera se acerca a los 70 años. Su padre, mi profesor de Procedimientos Penales en la Facultad de Derecho, fue asesinado a sangre fría en 1979 por una escuadra de milicianos sandinistas en su oficina de abogado, bajo la justificación de que era magistrado de la Corte de Apelaciones de León. Cuando ella cuenta este hecho, cuando cuenta que antes de que lo mataran, desapercibido, extendió la mano en gesto de saludo a sus verdugos, sus ojos se llenan de lágrimas, pero nunca hay amargura en su voz. Su estatura ética está muy por encima de la revancha.
Socióloga de formación, Violeta es la presidenta del Movimiento por Nicaragua, una entidad cívica que lucha por la democracia. Afable, conciliadora, incansable en la búsqueda de la unidad de las fuerzas de oposición a Ortega, apoyó hasta el último momento a través de las redes sociales a todos los que estaban siendo detenidos, y su voz de denuncia no bajó nunca de tono. Y no rehuyó su captura.
Se podría pensar que, entre ella, exiliada durante los años ochenta, los años de la revolución, y Dora María Téllez, forjadora de esa misma revolución, existe una gran distancia. Pero ambas luchan juntas por una nación diferente, donde alguna vez impere el Estado de Derecho.
Dora María fue uno de los iconos de la gesta contra la anterior dictadura de Anastasio Somoza. Abandonó sus estudios de medicina para irse a la clandestinidad, vivió en las catacumbas, y a los 22 años, en 1978, fue la segunda al mando en la toma del Palacio Nacional, y la encargada de las negociaciones con Somoza para el canje de los más de 60 presos políticos por los diputados del Congreso Nacional retenidos por el comando. Un año después, dirigió la toma de la ciudad de León, cuadra por cuadra, a la cabeza de los contingentes guerrilleros, y puso en huida al general de cinco estrellas, comandante militar de la plaza.
Tampoco rehuyó su captura cuando fueron a buscarla a su casa, un operativo que involucró decenas de vehículos policiales, un cerco militar en las calles adyacentes y drones volando sobre el domicilio. Igual que Violeta, fue golpeada y esposada, a pesar de que nunca opuso ninguna resistencia.
Esta es una forma de lucha que se presenta como nueva en la historia de un país eternamente atribulado por las guerras civiles. Cuando se ocultaba en casas de seguridad en tiempos de Somoza, a Dora María nunca la habrían atrapado viva. Sucedió muchas veces. Guerrilleros solitarios que se enfrentaban a contingentes militares enteros, y su sacrificio era el ejemplo.
Hoy, el ejemplo es otro. La resistencia que se hace sin armas busca alterar radicalmente la manera en que los cambios políticos se han dado en la historia de Nicaragua desde hace más de un siglo, siempre un caudillo armado que encabeza una guerra contra otro caudillo que detenta el poder, y, al final, ese nuevo caudillo liberador vuelve a entronizar una nueva dictadura.
Suena quizás a Gandhi, y suena a Martin Luther King. Y quizás se está abriendo una vía para romper el eterno círculo vicioso que ha convertido al país en un paria de la democracia, desprovisto de instituciones capaces de parar la mano de la voluntad omnímoda que siempre está dictando desde arriba capturas, tortura, muerte, exilio.
El secuestro de candidatos a la presidencia y de numerosos dirigentes políticos, y hasta de empresarios y banqueros, basado en leyes sacadas de la oscura manga de la arbitrariedad, deja atrás la idea de que unas elecciones con un mínimo de credibilidad pueden darse en el mes de noviembre en Nicaragua.
Ortega mismo ha dinamitado esa posibilidad, y cualquier remedo de elecciones que intente será solo eso, un remedo, incapaz de otorgarle la legitimidad que busca para continuar indefinidamente en el poder.