Muerte, resurrección(y transformación) del peronismo
Es posible que estemos ante una era de nuevos agrupamientos políticos signada por el debilitamiento de antiguas identidades
Ganando o perdiendo, el peronismo se encuentra en el centro de las especulaciones políticas. Sujeto y objeto de la ciclotimia nacional, los interrogantes a su alrededor mutaron desde si facilitaría la gobernabilidad luego de las elecciones hasta si sobrevivirá en el mediano plazo.
Las preguntas suelen decir más que las respuestas. En este caso reflejan la inclinación a las conclusiones rápidas, fruto de coyunturas dinámicas. También reflejan deseos, temores y fantasías. La primera tentación -en la que incurre el justicialismo- es responder acudiendo al respaldo de la historia: si en 70 años enfrentó crisis exitosamente, volverá a suceder lo mismo. En el pasado estaría la clave inoxidable respecto del futuro. Tranquilizador como diagnóstico y débil como tratamiento. Desde esta posición sólo bastará resistir y esperar a un nuevo líder que exorcice los demonios de la derrota. Como guía de acción política, tiene gusto a poco. Para la teoría, sabor a nada.
La segunda tentación apela al futuro y la alientan los que anhelan la extinción peronista, maldición populista del país burgués. El certificado de defunción lo expedirá el éxito de Cambiemos. Sin el gobierno nacional y derrotado en provincias clave, un partido poco acostumbrado al llano no puede durar. Cuestión de peso: sin las cajas, se funde.
Cada cual argumenta en función de sus gustos. Los datos para respaldar siempre vienen por añadidura. Pero, puestos a formular preguntas, agreguemos más: ¿estaremos presenciando la reconfiguración de nuestra vida democrática alrededor de dos viejas culturas políticas encarnadas en nuevas coaliciones aún en formación? Así como el radicalismo convive en el oficialismo sin ser predominante, ¿será el justicialismo un componente de una fuerza que cada vez tribute menos de los símbolos y prácticas del pasado? Y en ese caso: ¿es una pérdida que merezca ser lamentada? Respuesta posible: quizá debería interesar más que se conserve unida su base social-electoral antes que exhumar "la vergüenza de haber sido" o llorar "el dolor de ya no ser".
Seguir articulando las preguntas alrededor de "peronismo sí o peronismo no" evita admitir una cuestión más relevante: de qué manera contribuir mejor a la estabilidad política que nos acerque al desarrollo en el siglo XXI. Eso involucra más la necesidad de contar con un sistema de representación que agregue e integre antes que uno que disperse y atomice. Y que lo haga a partir de dos colectivos políticos principales que compitan por el gobierno compartiendo un mínimo común denominador de centro, las siempre declamadas políticas de Estado, con las lógicas derivaciones moderadas y sesgos hacia la "derecha e izquierda", sin caer en reduccionismos o ideologismos. Quizá ya esté sucediendo y, más allá de las sobreactuaciones, las diferencias sean menos rotundas de lo que indican las apariencias. Es eso y no otra cosa lo que parece reflejar el voto ciudadano en las elecciones de los últimos años.
Así las cosas, plantear el presente del peronismo como muerte o resurrección tal vez sea menos relevante que preguntarse cómo el 20% de los votos kirchneristas y el 20% de los votos "pejotistas" de distintas provincias y parte del caudal del frente 1 País pueden articularse y sumar otras expresiones pensando en el ballottage de 2019 y evitando los personalismos excluyentes (léase: jefe o jefa del hogar nacional). Jugar a responder cuál de las expresiones es más peronista no tiene respuesta posible ni deseable. Fragmentar ese capital sería facilitar en demasía los planes oficialistas y contribuir a una nueva hegemonía que, como otras del pasado (recordemos el 54% de CFK en 2011), no se caracterizaría por buenos resultados en cuanto a sustentabilidad y consistencia. El verticalismo decisionista amparado en condiciones externas favorables ha demostrado tener límites difíciles de franquear para extender los horizontes del crecimiento económico con inclusión. Y también para resolver una cuestión crucial como lo es la sucesión política.
Quizá funcionar en una nueva identidad que requiera permanentes negociaciones internas para sostenerse y ampliarse incentive a cambiar viejos hábitos e incorporar procedimientos más plurales, fundamentalmente a la hora de gobernar. Sintetizar visiones con matices dentro de un mismo espacio ofrece además la posibilidad de mecanismos de control y autorregulación como antídoto frente a la tara del verticalismo acrítico que deforma inexorablemente los liderazgos y fomenta la perdurabilidad de políticas erróneas.
Cambiemos tomó la iniciativa y recoge los beneficios. Falta la contraparte, que, más que esperar a Godot, debe tejer las reglas institucionales para construirlo más allá de las recetas conocidas. Sin aviso previo y sin fechas fundacionales claras, sin una hoja de ruta definida, es probable que estemos pariendo una era de coaliciones transgénicas, esto es, agrupamientos políticos que barajan y dan de nuevo respecto de las antiguas identidades, y que en todas haya peronistas, radicales, socialistas, conservadores. Cada cual perfilando una identidad clara y diferenciada. Por un lado, el énfasis en la tradición liberal de la política argentina y la inclinación por una economía más aperturista, global y desregulada. Por el otro, una versión más orientada al rol del mercado interno, el papel de la industria y prácticas más reguladoras.
El mundo es un mar de aguas turbulentas que exige que las dos visiones se complementen y alternen con pragmatismo para defender inteligentemente los intereses nacionales, que son dinámicos y requieren agilidad de reflejos. Pero respetando un piso común en políticas de inclusión social (jubilaciones, AUH), derechos humanos, reglas de responsabilidad fiscal en los tres niveles de gobierno y referentes privilegiados de política exterior (Estados Unidos, Unión Europea, Brasil, China) para evitar oscilaciones y péndulos del pasado.
Quizás el triunfo del gradualismo represente aceptar la imposibilidad de alcanzar metas ambiciosas de la noche a la mañana. También la coincidencia implícita alrededor de una agenda que genere condiciones de estabilidad necesarias para crecer vigorosamente a partir de un proceso de inversiones más sólidas y creación de empleos genuinos, que integren cadenas de valor en nuestras economías regionales, con mayores posibilidades de inserción en los mercados internacionales.
Puede ser que tales cosas estén sucediendo mientras seguimos quejándonos de nuestros políticos y nuestras políticas. Y puede ser también que la tentación de "guardar el vino nuevo en odres viejos" lleve a recaer en dicotomías excluyentes. Es el refugio más cómodo y transitado de nuestra historia: "civilización o barbarie", "pueblo u oligarquía", "república o populismo" y sus múltiples consignas recicladas, tan vacías como peligrosas.
El cotillón nac&pop sólo contribuyó a despertar al somnoliento antiperonismo con olor a naftalina. Nuevas coaliciones exigen dejar atrás las anclas conceptuales que revisitan conductas del pasado sólo para quedarse cómodamente allí. La nostalgia no es un programa político. Mucho menos un GPS para orientarnos en el siglo XXI. La mística jamás puede eximirnos de abordar con espíritu abierto y práctico los problemas concretos por resolver. La defensa de la identidad no puede ser la excusa para encerrarse en un dogma. No estamos condenados al éxito ni al fracaso. Sólo a las consecuencias de nuestros actos.
Politólogo, ex presidente del Banco Provincia