Muchas y viejas trampas del sistema electoral
Un fiscal opositor vale entre 3000 y 4000 pesos. Es el precio que cobra para traicionar a su partido e irse a su casa antes de la firma de las actas, al final de un día de elecciones. Las actas las toma luego el Correo Argentino y los jóvenes cristinistas que lo pueblan cambian los números. ¿Y si alguien protesta? No hay firma del fiscal opositor. La queja no es válida. Antes de que los fiscales opositores se vayan, pasaron ya por las urnas argentinos que recibieron una bolsa de comida o una cantidad de pesos para votar de determinada forma. O se había cometido el menor de los pecados: el robo de boletas del opositor más temido. Sólo falta que voten los muertos… si es que ya no lo hicieron.
La Argentina camina hacia una crucial elección presidencial en tales condiciones. La culpa es del oficialismo, pero sólo en una medida mayor. Toda la dirigencia política consintió un sistema de votación viejo y tramposo. ¿Por qué no hizo de su modificación una bandera esencial cuando había tiempo para cambiarlo? ¿Qué extraña alianza sucedió para que la oposición al kirchnerismo se limitara a presentar en el Congreso algunos proyectos modificatorios, como quien sienta un precedente, sin hacer mucho ruido? Uno de los rasgos previamente más escandalosos del caso de Tucumán es el sistema de acople que permitió aturdir a los tucumanos con 25.000 candidatos. También la oposición sacó provecho de ese esquema desopilante.
La elección tucumana dejó secuelas profundas. Desenmascaró, en primer lugar, la magnitud de la manipulación. El feudo de Alperovich no es novedoso; sólo es obsceno. Las depredaciones de Tucumán distendieron también el tenso clima que preexistía entre los opositores nacionales. A pesar de ello, no fue fácil juntar en un mismo acto a Macri, Massa y Stolbizer. Los propios candidatos debieron superar consejos diferentes de sus asesores. Pero quebraron el hielo que los separaba, y ése no es un dato menor cuando todavía resta pelear por el resultado de elecciones que podrían ser muy reñidas.
Conocemos ahora el tamaño y las formas de las trampas. Y los gestos opositores fueron notablemente distintos. Pero, ¿qué harán para cambiar las cosas en octubre y noviembre? Massa propuso ampliar a todo el país la boleta única y electrónica que ya se usó exitosamente en la Capital y Salta. O, más modesto, planteó que la votación se haga manualmente, pero con una boleta única. ¿De dónde se sacarían en tan poco tiempo las máquinas para votar e imprimir la boleta electrónica? Podrían ser alquiladas en Brasil, Venezuela o Ecuador, que usan un sistema parecido de votación con boleta única y electrónica. Que Venezuela y Ecuador, donde mandan dos regímenes autoritarios, tenga un método electoral más moderno que el de la Argentina es el mejor ejemplo de la decadencia nacional y de la indiferencia de sus dirigentes ante la ruina del sistema político.
Cualquiera de esas alternativas, que son válidas, chocarían con la Cámara Nacional Electoral, integrada por jueces serios e independientes, la que viene reclamando desde 2007 la implementación de la boleta única. Volvió a hacerlo tras las última PASO presidenciales del 9 de este mes. Nadie nunca se dio por aludido. Ahora, esa Cámara pasará cualquier iniciativa de modificación por la lectura de la Constitución y del Código Electoral. Y la Cámara pedirá una ley que modifique el sistema electoral aun para la boleta única, que ya se usa para que voten los presos. "Denme una ley", le contestó uno de esos jueces a un dirigente opositor que le habló de la boleta única.
El primer escollo con el que tropezará un cambio es el Gobierno. Cristina Kirchner no quiere cambiar nada. Lo hace porque nunca se mostró dispuesta a ceder a la presión de los opositores y también porque no quiere irse peleada con los caudillos provinciales y municipales que medran con el viejo y fullero sistema. Ella prefiere creer que los cacerolazos de Tucumán fueron inspirados por la CIA, por el imperio de Barack Obama que acaba de ordenar el deshielo con los hermanos Castro en Cuba y que promovió un acuerdo de cohabitación en el mundo con Irán. Cristina cree (y lo cree, realmente) que ella es más peligrosa para el imperio norteamericano que los Castro o los ayatolas de Teherán.
Lo cierto es que sin Cristina es imposible cualquier cambio en el sistema de votación. Las leyes que reglamentan las elecciones deben ser aprobadas por la mayoría absoluta del Congreso (la de todos sus miembros). Son necesarios los votos que responden al Gobierno. Es cierto lo que dice el Gobierno en ese sentido. No es cierto, en cambio, que no haya tiempo para hacerlo. ¿No hay tiempo para mejorar el sistema electoral y sí lo hay para aprobar una ley que modifica sustancialmente el régimen sobre las acciones del Estado en empresas privadas? Este último proyecto podría ser aprobado en dos o tres semanas. Faltan aún casi dos meses para las elecciones de octubre. Hay tiempo, pero no hay la voluntad.
El único cambio que, quizá, la Cámara Nacional Electoral aceptaría sería el del escaneo de las actas en vez de que pasen por el Correo Argentino. La intermediación del Correo y de una empresa privada es también un viejo reclamo de esa Cámara, que nunca confió en ninguno de ellos. La resucitación del anciano Correo en tiempos de Internet y de increíbles progresos en las comunicaciones es un fascinante viaje al siglo XIX.
De todos modos, los datos del Correo sólo sirven para el escrutinio provisional. En una elección presidencial, el único escrutinio que vale es el definitivo, que está en manos de jueces federales de primera instancia y de la Cámara Nacional Electoral. Si el escrutinio provisional puede ser manipulado en el Correo y si las encuestas en boca de urna tampoco sirven, ¿cuándo se enterarán los argentinos del resultado de las elecciones? ¿Acaso cuando termine el escrutinio definitivo que lleva semanas? ¿Cuántos días vivirán entre candidatos presidenciales que cantarán victoria antes de tiempo? ¿Podría la Plaza de Mayo convertirse en la plaza de Tucumán? El escaneo de las actas de los fiscales podría evitar ese riesgo, si es que la dirigencia política (la del Gobierno, sobre todo) quiere evitarlo.
Scioli viene de las dos peores semanas de su vida política. Ahora está apretado por una endiablada tenaza. Necesita que un eventual triunfo suyo no sólo sea legal, sino también legítimo. Pero su gobierno se encierra en la defensa de un sistema electoral indefendible, que incluye la privatización del derecho al voto, en manos de fiscales leales o traidores. Ése es un derecho que debe garantizar el Estado.
Scioli está dispuesto a manifestar ciertas sutiles diferencias con la administración de Cristina (lo hará en los próximos días), pero el tema electoral parece significar una frontera infranqueable para él, quien se ofende hasta límites nunca vistos cuando le plantean el riesgo de la legitimidad de una victoria suya. Sin embargo, el contexto es el que manda, y está construido por el desvergonzado robo de boletas en el conurbano y por los desmanes sin límites ni medidas de Tucumán. ¿Influye esa barbarie en el resultado final? Depende de la diferencia para ir –o no– a una segunda vuelta. O para definir la segunda vuelta.
Lo que será carece de mucha relevancia. Es el mandato de la actual levedad política. Ése es el desafío que deberá enfrentar Scioli. En un mundo donde lo que parece es más importante que lo que es, prevalece más la fugaz imagen que el contenido de las cosas. Y la imagen del fraude sería letal para cualquier próximo presidente. Sea quien sea.
lanacionar