Muchas gracias, señor ladrón
El que las hace las paga. La vieja sentencia tomada del refranero popular adquiere hoy una dimensión mucho más abarcativa que la de dejar sin postre al nene caprichoso o llevar a la cárcel al funcionario corrupto. De alguna manera, todos pagamos por lo que hacemos. El tema es que, muchas veces, no somos agradecidos.
En esta columna, querido lector, yo quiero agradecerle al señor que el 27 de noviembre me robó la billetera en un hipermercado de Barrio Norte.
¡Cuánto aprendizaje me permitió absorber! De no haberme robado el DNI, tarjetas personales, de débito y crédito, jamás hubiera podido conocer a tanta gente.
Arranco por la misma tarde del robo, del que me di cuenta casi inmediatamente porque, entre los pocos segundos en que me distraje mirando el precio de la media docena de huevos y volví a posar la mirada sobre la cartera que nunca había soltado, esta ya estaba abierta y la billetera, fugada.
Fue muy enriquecedor lo que vino después. Corrí hacia el joven de seguridad que seguramente estaba chequeando que ningún cliente se fuera con un churrasco bajo el brazo sin pagar –en verdad, da ganas de cometer ese delito dado el precio de la carne–, quien usó su handy para “modular el siniestro”. Me dio pena. No le contestaban. Ante mi insistencia, me envió a hablar con el encargado del área. Qué suerte, me dije. Hoy voy a conocer a otra persona. Le expliqué lo sucedido. Anotó mis datos en un papelito con forma y tamaño de servilleta y me dijo amablemente que para ver las cámaras tenía que tener una denuncia policial.
Quien las hace las paga, dice el refrán. Yo cometí el pecado de distraerme y ¡vaya si lo estoy pagando!
Mi ingreso en la comisaría me hizo conocer mucha más gente. Un deleite. Había tanta que el propio oficial de guardia me recomendó que volviera a la madrugada para hacer la denuncia. Como ciudadana mansa y obediente que soy, volví a la 1 y estuvimos juntos 45 minutos: él escribiendo y yo pasándole mis datos personales y los de todas las tarjetas bancarias que me habían robado. En el medio, se cortó la luz en la comisaría. Por suerte, el oficial siguió tomando mi declaración en su celular. Qué bueno que, en medio de la desgracia, haya un chico joven que sepa utilizar las herramientas tecnológicas para no hacerme perder más tiempo y profundizar mi angustia.
Para esa hora, ya había llamado a las empresas de servicios financieros para denunciar el robo. ¿Cuáles son los cuatro números de la tarjeta?, me preguntó una señorita muy amable a la que llegué después de pasar por cuatro 0800 que me iban derivando uno al otro porque los números ya no existían, ni siquiera aquellos que se me indicaban. “No puedo ver los cuatro números porque me la robaron”, le dije a la chica que, impactada, me pasó a otro sector donde me cortaron después de dar nuevamente todos mis datos. Y volví a empezar.
Si le digo que fui feliz, querido lector, seguro que no me cree, pero es tal cual. En una de esas entidades financieras me advirtieron que, además, debía hacer la correspondiente denuncia en los bancos y que iba a tener que pagar el costo de la reposición de los plásticos. Más gente para conocer. Lo del pago lo tomé bien, no se crea. Sucede que en la billetera no tenía efectivo y me sentía en deuda con el ladrón que, por suerte, se las ingenió para hacer 15 compras en dólares por internet mientras yo pasaba el rato confirmándoles a las siete personas con las que hablé por teléfono todos mis datos para que creyeran que era yo y no una ladrona. Mientras tanto mi hijo, un millennial que nunca tiene como primera opción hablar con gente, estaba desconcertado al descubrir que los grandes bancos no permiten pausar las tarjetas desde sus apps en caso de robo o extravío, como sí lo facilitan entidades más modernas. Aunque, ahora que lo pienso, si yo la hubiera tenido tan fácil, no estaría escribiendo esta columna.
Al día siguiente, volví con la denuncia policial al hipermercado. Me dijeron que no me podían mostrar las cámaras. Insistí con el inocente motivo de saber cómo prevenirme mejor la próxima vez. Me dijeron que de ningún modo. Eso provocó que conociera a alguien más: la supervisora del área. Una mujer muy amable que se dio cuenta de que el chico de la “servilleta” del día anterior había tomado mal los datos de la denuncia. Pregunté –al fin y al cabo, soy periodista– por el mandamás del lugar. Y casi lloro con él. Me contó que no tiene nadie que mire las cámaras, porque con esa gente cubre la que le falta en el salón. Que, además, las cámaras no graban toda la superficie del local, que hay puntos ciegos, por lo que podría no llegar a verse ni quién ni cómo me había robado. Qué tristeza, pobre hombre.
Al día siguiente, volví a llamar a una de las empresas que comercializan los “plásticos”. Me atendió otra chica divina. Muy educada que, por suerte, me aclaró que, si bien el consumo iba a aparecerme como desconocido, iba a tomar 75 días analizar el trámite y que, mientras tanto, yo debía hacerme cargo del impuesto PAIS de las compras producto del robo. Que después tendré que reclamar al banco. Hermoso todo. Ya se sabe que el que avisa no traiciona.
Pasaron ya 26 días del hecho y aún no me enviaron todas las tarjetas. Las que recibí las tuve que habilitar y hasta pedir el desbloqueo de las cuentas. Pero sigo extasiada por la sociabilización a la que me obligó el “siniestro”. Solo tengo dos cosas para agregar: qué caros están los huevos y muchas gracias, señor ladrón, por semejante experiencia de vida. Quien las hace las paga. Yo cometí el pecado de distraerme y ¡vaya si lo estoy pagando!