Montaigne, ensayos de moderación y consensos
Miguel de Montaigne (1533-1592) vivió en la intolerante Francia de las guerras religiosas entre católicos y hugonotes. Coetáneo de Cervantes y Shakespeare, fue el precursor del ensayo como género literario y con su obra contribuyó a consolidar la utilización del idioma francés en el Renacimiento. Al igual que los escritores italianos de esa época, cultivó intensamente los autores clásicos de Grecia y Roma, pero supo recrearlos a la luz de su interés, tan original, de presentar en sus ensayos su propia humanidad.
Montaigne desea dar testimonio de sus emociones y de su templanza ante los retos que plantea la vida, en el plano privado y en el público. Escribe en la nota inicial de sus Ensayos: “Aquí se leerán a lo vivo mis defectos e imperfecciones y mi modo de ser, todo ello descripto con tanta sinceridad como el decoro público me lo ha permitido”. Y agrega: “Yo mismo soy el tema de mi libro”. Deudor del estoicismo y del escepticismo clásicos, su modo de sentir la vida se resume en una frase que cita de Horacio: “Procuren dominar las cosas y no ser dominados por ellas”. De allí que sus ensayos representan su búsqueda de respuesta a una pregunta que habita en todas sus páginas: “¿Habéis sabido manejar la vida? Si así es, hicisteis la mayor tarea de todas”.
Sin embargo, Montaigne sabe que el hombre realiza su vida en la sociedad, y que esta le plantea acontecimientos que no puede controlar. La gran novedad de Montaigne es que el hombre, tanto en su esfera íntima como en su vida pública, debe guiarse por los mismos valores. Santiago Kovadloff, alma afín con el ilustre gascón, resume esa conexión: “Las emociones íntimas y las ideas propias encontraron en él su palabra inaugural. Donde ardían las hogueras del fanatismo religioso, Montaigne se atrevió a proponer la tolerancia; donde el poder dirimía las disidencias a puñaladas, recomendó atenerse a la búsqueda de consensos. Despreció los maniqueísmos y valoró los matices del pensamiento”.
Fiel a sus convicciones, al ser elegido alcalde de Burdeos, en momentos en que las guerras religiosas exaltaban las pasiones y producían crueles represalias sobre el enemigo, su conducta se expresa en una sola palabra: moderación. “La cólera y el odio rebasan el deber de la justicia y son pasiones que solo sirven a los que no ejercen su deber mediante la razón pura”. Este será el norte de toda su actuación pública y de su prédica moral. Frases similares, que abundan en sus ensayos, presentan a Montaigne en las antípodas del pensamiento de Maquiavelo, que hizo escuela en quienes consideran, como Ortega, que la política es la arquitectura completa, incluidos los sótanos.
Viendo la forma en que se hace política en la Argentina y en el mundo, un observador imparcial diría que la posición de Montaigne peca por ingenuidad y, lo cual es más peligroso, expone a quien la siga a perder el poder. ¿Qué hubiera respondido Montaigne frente a esta calificación de idealista? Quizá comenzaría por una afirmación: “He visto contemporáneamente la maravillosa indiscreción y prodigiosa facilidad de los pueblos en materia de dejarse engañar y creer lo que a sus jefes les ha placido”. Cuya consecuencia directa, nos advierte, es que “nuestro orden público y privado abunda en imperfecciones”.
Montaigne no cree que para gobernar sea necesario someterse a una confrontación permanente. No extraña, entonces, que profetice: “Los que trastornan un Estado son los primeros en verse absorbidos en su ruina”. En nuestro país, esa profecía esperó décadas para cumplirse. El legado de Montaigne todavía está vigente: más tarde o más temprano, edificar sobre esas ruinas demandará que los consensos que hoy se expresan en la sociedad argentina se institucionalicen a largo plazo.