Monseñor Romero, el pastor que vivió a fondo el Evangelio
Eran las 17.15 de aquella tarde del 24 de marzo de 1980. Monseñor Romero celebraba como todos los días la misa en la capilla del hospital La Divina Providencia, que atiende enfermos de cáncer. Había dedicado la predicación a meditar acerca del sentido de la vida y de la muerte. En el momento de ofrecer el pan y el vino, un francotirador desde la altura de la puerta del templo le disparó al corazón. Varias veces había recibido amenazas acusado de ser un agitador y subversivo; así lo había calificado un escuadrón ultraderechista y algunos líderes militares.
El papa Francisco firmó hace pocas semanas el decreto que reconoce el martirio de Óscar Arnulfo Romero, lo que equivale a decir que fue asesinado por odio a la fe. La ceremonia de su beatificación se realizará el 23 de mayo próximo en la plaza de El Salvador. El martirio fue el punto culminante, pero no debe hacernos valorar en menos su vida y su obra.
Romero fue un hombre estudioso ya desde el seminario y se graduó como doctor en derecho canónico. Como arzobispo dedicaba buena parte de su tiempo a recorrer los barrios más pobres, visitar las familias y comunidades religiosas. Sus zapatos conocieron el barro de las periferias de la ciudad, junto a los pobres. De ese modo preparaba su predicación: "...Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento y, aunque siga siendo una voz que clama en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión"(23/3/80). Me recuerda la expresión del obispo Angelelli, "con un oído en el pueblo y otro en el Evangelio".
La homilía de monseñor Romero era esperada cada domingo como luz que alumbra el camino a seguir y como fuente de consuelo. Él mismo sufría por el desprecio a la vida que se palpaba en cada guerra. Sufría cuando se anoticiaba de las torturas o las matanzas de campesinos por reclamar sus derechos. Sufría con la violencia fratricida. "Ojalá me estuvieran escuchando hombres que tienen sus manos manchadas de homicidio. ¡Son muchos, por desgracia! Porque también es homicida el que tortura (...). Nadie puede poner la mano sobre otro hombre porque el hombre es imagen de Dios. ¡No matarás!" (18/3/79).
Se reconocía profundamente amado por Jesús y en esa certeza apoyaba su esperanza. "A lo largo de la historia nadie conoce un amor, diríamos, tan loco, tan exagerado: de darse hasta quedar crucificado en una Cruz." Ese amor de Jesús no lo hacía vivir en las nubes, sino que se dolía también con la injusticia que llevaba a una vida de lujo y despilfarro en unos pocos y al hambre y la miseria en los campesinos y trabajadores explotados. Por eso enseñaba que "una religión de misa dominical pero de semanas injustas, no gusta al Señor. Una religión de mucho rezo pero con hipocresía en el corazón no es cristiana".
Eran muchos los temas abordados en sus catequesis: familia, ancianos, niños, misión de la Iglesia, reforma agraria, oración. A él le gustaba ser llamado "el catequista de la diócesis". Siempre buscó la paz y la justicia, y tuvo una firme opción de condena a la violencia. Dirigiéndose al ejército, a la guardia nacional, a la policía, predicó el domingo antes de que lo mataran: "En nombre de Dios, pues, y de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión...!".
Su muerte no fue casual ni al voleo. Quisieron acallar su voz. Y monseñor Romero no evadió la hora que le tocó afrontar. Sabía que el buen pastor da la vida por el rebaño, no escapa cuando ve venir al lobo.
Hace unos años pude conocer la capilla en la que fue asesinado, su casa y su habitación, la tumba en la cripta de la Catedral. Muchos fieles van a rezar y colocan su mano sobre alguna de las esquinas y quedan en silencio, como evocando con emoción algunos episodios que el tiempo no destruye. Dios es testigo de las lágrimas de cariño que allí se derraman.
Se cumplen 35 años de una muerte que refleja la barbarie que destrozó miles de vidas que se merecían dignidad. Doy gracias a Dios por este pastor que vivió a fondo el Evangelio.
El autor es obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social