Moltke, Wellington y la guerra ruso-ucraniana
A comienzos del pasado mes de marzo, cuando las hostilidades entre Rusia y Ucrania aún no habían llegado a sus topes, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se permitió predecir –con el mismo acento que en 1989 anunció en un ensayo, desde entonces célebre, “el fin de la historia”–que Putin se encaminaba a una derrota total. Recientemente el historiador Timothy Snyder, a través de su cuenta en Twitter, nos hizo saber que “Rusia planea matar de hambre a asiáticos y africanos, para ganar su guerra en Europa”. En esto de dar sueltas a la lengua y a la pluma, y pontificar cualquier cosa con la intención de convertirla en una suerte de verdad canónica, los dos intelectuales mencionados no se hallaron en soledad. Estallada la contienda, los medios de comunicación occidentales –con raras excepciones–; un nutrido pelotón de jefes de Estado, a cuya cabeza se destacaron el presidente norteamericano y el renunciado primer ministro británico, y no pocos think tanks europeos y estadounidense rivalizaron en ardor a la hora de anunciar las dificultades logísticas que encontrarían las tropas de Putin y las consecuencias ruinosas que las sanciones financieras puestas en marcha le ocasionarían a la economía rusa. No faltó, por último, quien alertó acerca de una probable tercera guerra mundial.
Si bien los ejércitos lanzados sobre Kiev fueron detenidos y Ucrania no se desmoronó como un castillo de naipes, hay razones de peso para poner en tela de juicio semejantes predicciones tremendistas. Lo que ha sucedido en este conflicto de carácter regional es un típico caso en donde los tópicos ideológicos han invadido, sin pedir permiso, el campo del análisis y de la prueba. Atribuirle al enemigo propósitos inconfesables y extenderle el calificativo de asesino es posible que sirva en el contexto propagandístico de la lucha y que resulte –si el argumento fuese bien utilizado– de provecho innegable en términos de la acción psicológica. Pero como la propaganda, de ordinario, se construye con medias verdades o mentiras descaradas, cargarlo al adversario de insultos poco o nada nos adelanta respecto de sus fortalezas, debilidades y planes, que es cuanto importa.
A esta altura de la conflagración se halla fuera de toda duda que tanto rusos como ucranianos, por distintas razones, incurrieron en gravísimos errores de apreciación y se aferraron a ideas y recetas prefabricadas, inconducentes en ciertos casos y ruinosas en otros. El mariscal Von Moltke –apodado el Viejo–, sobre la base de su experiencia en la materia dijo alguna vez que no existía un plan de estado mayor capaz de resistir intacto las primeras veinticuatro horas de combate. Ello en razón de que los estrategas de las fuerzas en pugna nunca pueden saber, a ciencia cierta, cómo obrarán en el campo de Marte las tropas enemigas, ni con arreglo a qué criterios delinearán su curso de acción. Kiev se percató tarde de que Rusia no echaría en saco roto su intención de unirse a la OTAN y que, llegados a ese límite, invadiría Ucrania. Por su parte, Moscú dio por sentado que el empuje de sus Fuerzas Armadas pondría a Ucrania de rodillas en cuestión de semanas. Los dos se equivocaron de medio a medio. Las cosas, contra lo que presumían, salieron muy otras.
En una de las cabalgatas a las que era tan afecto, el duque de Wellington le confesó a un amigo íntimo: “He pasado muchos años de mi vida intentando averiguar lo que había del otro lado de la colina”. No en balde el gran historiador británico sir Basil Liddell Hart, luego de entrevistar a los principales mariscales y generales alemanes, una vez concluida la Segunda Guerra, tituló su libro: The Other Side of the Hill. Lo que puso de manifiesto el triunfador de Waterloo nada tiene en común con los prejuicios ideológicos o los preceptos morales. Hizo referencia a la capacidad para imaginar cómo piensa el enemigo, sin entrar en consideraciones respecto de su bondad o maldad.
Lo llamativo del caso es que, por lo visto hasta ahora, ninguno de los contendientes acertó en términos estratégicos. El bando proucraniano, con el apoyo de Washington y de los países integrantes de la Unión Europea y de la organización del Tratado del Atlántico Norte, pasó por alto el fracaso de la política de sanciones económicas dispuesta por la Sociedad de las Naciones en contra de la Italia fascista luego de que esta, entre octubre de 1935 y mayo de 1936, invadiera y tomara posesión de Etiopía. Sin necesidad de desandar la historia tantas décadas, el boicot enderezado a expensas de Irán, por la negativa del gobierno de los ayatollahs de detener su plan nuclear, tampoco obró los resultados imaginados.
El castigo que se le impuso a Putin le hizo mella a medias. El rublo ruso no quedó reducido a escombros y su aparato productivo no sufrió una merma dramática. Sin contar con que la República China, la India y la monarquía saudita lejos estuvieron de sumarse a las penalidades que le fueron aplicadas a Moscú. Habrá que determinar ahora si la réplica orquestada por las autoridades del Kremlin es inocua o genera una complicación seria a buena parte de las naciones del Viejo Continente. La decisión de clausurar temporalmente, por razones de mantenimiento, el gasoducto Nord Stream I –que garantiza 60.000 de los 200.000 millones de metros cúbicos de metano que consume anualmente Europa– parece, a primera vista, una medida más eficaz que las de sus oponentes. Dotar del armamento más sofisticado a la administración presidida por Volodimir Zelensky y cerrarle el grifo financiero a Rusia no iban a obligar a Putin a retirarse del campo de batalla o a pedir una tregua. Haberlo creído transparenta, de parte de las potencias occidentales –por llamarlas de alguna manera– un fenomenal yerro de cálculo. Con la particularidad de que, desde finales de febrero hasta la fecha, no se han movido de sus convicciones iniciales y han insistido en seguir el mismo camino, como si hubiesen obtenido los beneficios deseados.
La guerra se ha estancado y transformado en una pulseada de duración indefinida. Puede prolongarse en el tiempo contrariando, como sucedió en junio de 1914, los vaticinios previos de todas las potencias involucradas en el conflicto, o cesar de súbito, producto del costo económico y social y del creciente número de bajas que terminen por agotar la capacidad de lucha de uno de los contrincantes. Conviene, al respecto, distinguir con cuidado la acción psicológica desplegada por los bandos en pugna, de los hechos y de las capacidades militares y económicas de uno y otro. No existe la posibilidad de que entre Moscú y Kiev se decida el resultado de la guerra en una batalla decisiva. Putin carece de los medios que le permitirían conquistar la totalidad del territorio enemigo para así obtener la rendición incondicional del gobierno encabezado por Zelensky. De su lado Ucrania, a lo máximo que puede aspirar es a desgastar a los rusos con arreglo a la estrategia que, en general, han instrumentado los protagonistas más débiles en este tipo de enfrentamientos. Moltke y Wellington tenían razón, pero sus recomendaciones no fueron tomadas en cuenta.