Modigliani en Nueva York
NUEVA YORK
La cola daba vuelta a la manzana. No se recordaba una muestra tan completa, lograda merced al esfuerzo de decenas de museos, instituciones y coleccionistas de varios países. Pude comprobar que hay un amplio consenso: Amedeo Modigliani resiste las categorizaciones pétreas y genera debates que rondan la leyenda; es inevitable tener ante su obra una mirada con facetas de poliedro. Sus trabajos exhibidos en la ciudad más cosmopolita suscitaron artículos y debates tan densos como sorprendentes. La exposición -que se mantendrá abierta hasta el 19 de septiembre- se titula Más allá del mito, pero no deja de alimentar el mito de una vida y una producción conmovedoras.
Como recuerda en forma documentada Maurice Berger, en el verano de 1909 Amedeo Modigliani dejó París, donde se había radicado, para tomarse unas vacaciones en la nativa Livorno, sobre la costa occidental de Italia. Ya estaba hundido en uno de los peores momentos de su breve y tormentosa vida. Testimonios de la época aseguran que se lo veía demacrado, con ropas gastadas, a menudo ebrio y con síntomas de una tuberculosis irrefutable. Su participación en la bohemia francesa y su amistad con genios que aún no habían sido descubiertos condenaban sus cuadros a la burla y el desdén, pese a que ya mostraban una envidiable coherencia. El escultor Constantin Brancusi le despertó el deseo de abandonar por un tiempo los pinceles y dedicarse a cincelar el mármol y la piedra. Confiaba, además, en que Italia le devolvería algo de su salud, tanto física como espiritual.
Alquiló un pequeño estudio y se puso a esculpir con entusiasmo. En la exposición de Nueva York pude gozar de la visión de esculturas tan poco conocidas como armónicas, pero no las de aquel período livornés, porque ninguna de esas obras pudo sobrevivir. Biógrafos e historiadores del arte aseguraron durante décadas que las insoportables bromas que generaron sus esculturas entre personalidades cuyo juicio respetaba lo llevaron a una decisión extrema. Las cargó en carretillas y las arrojó al canal Fosso Reale, sin dejarse ni una sola de recuerdo.
Setenta y cinco años más tarde, Vera Durbé, curadora del Museo de Arte Contemporáneo de Livorno, logró persuadir al gobierno de que asignara una suma equivalente a 200.000 dólares para dragar el Fosso Reale en busca de las piezas. La osada tarea culminó bien, porque se extrajeron tres cabezas de mármol, elongadas, con líneas finas y abstractas, de narices y ojos que correspondían a los trazos maduros que Modigliani desarrolló en su pintura. Los críticos, jubilosos, fueron unánimes en reconocer la autenticidad de los hallazgos. Algunos compitieron en ganar reputación mediante alabanzas a la genialidad del artista. En los medios especializados se habló sobre "los rostros mágicos", "las espléndidas cabezas primitivas", "la resurrección de Modigliani" y "tesoros de la humanidad".
Pero la fiesta duró poco.
En septiembre de 1984, un semanario denunció que las esculturas eran falsas, que eran el producto innoble de cuatro vecinos: un estudiante de medicina, otro de empresas, un tercero de ingeniería y un trabajador del puerto. Estos autores, estimulados por la cantidad de dinero que se había asignado al drenaje del canal, decidieron esculpir las cabezas que los exploradores andaban buscando. Usaron martillos, cinceles y un taladro eléctrico de la marca Black and Decker. Se basaron en las pinturas de Modigliani y en las pocas esculturas que sí existen, ahora exhibidas en Nueva York. Durante la noche las arrojaron al Fosso Reale.
Quienes poco antes habían elogiado esos hallazgos exigieron que los presuntos falsificadores demostraran que eran, de verdad, los autores de trabajos tan espléndidos: no iban a quedar en ridículo. El resultado fue adverso para esta gente, porque unas semanas más tarde, por la televisión italiana, todo el país pudo ver cómo tres de los falsificadores conseguían tallar una cabeza al estilo de Amedeo Modigliani en menos de tres horas. La curadora Vera Durbé miraba el programa desde su casa, se desplomó y tuvo que ser hospitalizada.
A partir de ese sacudón inolvidable se habló del affaire Modí en toda la prensa europea; era el carozo de chistes y parodias sin fin. Hasta se amasaron panes que recordaban las famosas cabezas extraídas del canal y hubo una campaña publicitaria sobre el taladro eléctrico que decía: "Es fácil tener genio con Black and Decker".
Desde luego que la farsa contribuyó al interés por la vida y la obra de Modigliani, incluso entre quienes tenían poco conocimiento de arte contemporáneo. Hoy, el escándalo del canal ha llegado a poner en duda si de veras Modigliani se dedicó a esculpir mientras pasó esa temporada en Livorno. Lo cierto es que la bufonada consolidó la certeza de que se trata de un autor central en la historia del arte moderno.
Por eso la muestra de Nueva York tiene importancia. Es muy abarcativa y permite apreciar el valor enorme de este artista. En cada pieza nos asaltan su refinada sensibilidad, su melancolía, su búsqueda incesante de lo complejo mediante la síntesis, el anhelo por aprovechar la arquitectura de las cariátides en las figuras modernas y, en fin, su captación profunda, superadora, de todo lo que se produjo artísticamente en el Este y el Oeste, desde la Antigüedad y la Edad Media hasta sus días.
Amedeo Modigliani, según algunos biógrafos, fue pariente lejano de Baruch Spinoza. Como el filósofo, fue un judío sefaradí y se debatió entre la totalidad y el individuo, entre la cultura de su comunidad y el universo infinito. Por eso es fascinante descubrir sus fuentes múltiples, desde los prerrafaelistas hasta el cubismo, con influjos de los relieves camboyanos y las tintas japonesas. No hesitaba en usar arabescos, toques bizantinos e imágenes africanas. A menudo se complacía en poner, como al desgaire, la firma insolente de una estrella de David para desafiar a los antisemitas que conoció en la Francia del bochornoso affaire Dreyfus. Pintó retratos de sus amigos Jaim Soutine, Diego Rivera, Pablo Picasso, Juan Gris y tantos otros que lo acompañaron en la bohemia de Montparnasse. Toda esa efervescente humanidad atravesó el cedazo de su estilo único, donde las líneas son lánguidas, los ojos, almendrados, y las narices se convierten en finísima columna.
Italia no lo reconoció como hijo hasta después de su muerte, en 1920. Dos años después comenzó el desagravio con una modesta retrospectiva en la Bienal de Venecia, que fue reeditada en 1930. Pero la prensa lo siguió marginando. No le hubiese sorprendido a quien ya en París había degustado la hiel de una doble discriminación: por ser judío y por ser italiano. Modigliani perteneció a una comunidad que no había sido oprimida por los ghettos, sino que latía abierta al mundo. Su cultura era tan vasta que generó vértigo entre sus amigos de París: no sólo citaba de memoria al Dante, sino también a infinidad de autores. Su arte era el sublime producto de la reflexión, el estudio y la exploración, no sólo del impulso. Así lo entendió en 1927 el editor Giovanni Scheiwiller, que le dedicó un volumen en su serie de artistas italianos modernos; luego redobló el énfasis en su famoso libro Omaggio a Modigliani, de 1930.
En la biografía de este artista se anudan la bohemia, el genio, el vicio y la pureza. En sus obras hay misterio y develamiento. Se ha dicho que Modigliani fue elegante en sus líneas serpentinas y en su estampa personal, y místico al convertir a mujeres intoxicadas de pecado en madonnas dignas. Se le decía Modí no sólo como abreviatura, sino porque en francés suena como maudit (maldito). Poco antes de su muerte, cuatro de sus pinturas fueron exhibidas en el Salón de Otoño, pero no recibieron la curiosidad del público ni el interés de los críticos. En el invierno rodó, ebrio, de bistró en bistró, cada vez más débil. Su generoso agente deseaba enviarlo otra vez a Italia para que se recuperara, pero cayó inconsciente y fue hospitalizado. Murió el 24 de enero de 1920 de meningitis tuberculosa. Al día siguiente su amada Jeanne, embarazada, se arrojó desde un quinto piso. Los padres de ella, que culpaban al pintor por la tragedia, se negaron a sepultarlos juntos. Sólo años más tarde se consiguió acercar sus féretros bajo una lápida común en el cementerio de Pére-Lachaise.