Los grandes personajes de la historia han sido utilizados para conformar una idea compartida de nación; un nuevo aniversario de la muerte de San Martín invita a recorrer esos nombres y a preguntarse: ¿se acabaron las figuras ejemplares?
Conmemoraciones como la de San Martín, fallecido el 17 de agosto de 1850 en su casa de Boulogne-sur Mer, nos llevan a preguntarnos si acaso no hay más argentinos de ese temple. ¿Se acabaron los próceres? ¿No los necesitamos? ¿Podemos vivir sin figuras ejemplares, que nos señalen cuáles son los valores importantes? ¿O será acaso que somos incapaces de conceder un reconocimiento más o menos unánime a esas figuras?
Sin duda, hay un poco de cada cosa. La Argentina tiene hoy un panteón de próceres, y también de figuras que, sin llegar a ese alto rango, reconocemos como destacadas. Una lista de sus nombres nos revela una cierta desproporción: el peso enorme de quienes actuaron entre 1810 y 1825, en la etapa inicial de lo que sería la Argentina, y muy especialmente de los guerreros de la independencia.
Desde 1853, y a medida que el Estado se iba consolidando, los historiadores iniciaron el camino de la construcción de la nación argentina y de su pasado. Bartolomé Mitre comenzó en 1857 con Belgrano y la independencia argentina, concluida en 1876, y en 1887 publicó San Martín y la emancipación sudamericana. Con ambos libros explicó los orígenes de la nación, señaló a sus principales próceres fundadores y tendió una línea que, uniendo Mayo con la Constitución de 1853, definía una visión liberal de la nación. Por esos años otros historiadores -Adolfo Saldías y Vicente Fidel López- plantearon matices más o menos importantes, y Ernesto Quesada, con su valoración de la figura de Rosas, señaló una diferencia fundamental.
Por entonces el país ya era muy distinto de aquel sobre cuyo pasado comenzaba a disputarse. La inmigración masiva llegaba como un aluvión y de él emergía una sociedad diferente y extraña, que planteó un fuerte desafío a quienes conducían el Estado. Lo enfrentaron con un programa que era común en los Estados de la época: nacionalizar a las masas y crear en ellas una base común que hiciera posible el contrato político en que se asentaba el Estado.
Se propusieron conformar una idea compartida de la nación. Su propósito se advierte en el nuevo énfasis puesto en las escuelas en la enseñanza de la historia, la lengua y la geografía nacionales, en el renovado interés por la celebración de las fiestas cívicas, en el estímulo de las movilizaciones patrióticas, y en la formación de un panteón que reuniera, material o simbólicamente, a los próceres y reconociera, con un juicio tranquilo e imparcial, su aporte a la formación de la nación.
El entusiasmo generado por la repatriación de los restos de San Martín, en 1880, o por la construcción del mausoleo a Belgrano. iniciada en 1896 con la ayuda de numerosas asociaciones civiles, dan la pauta del clima patriótico de esos años. Desde mediados de los años 80 los historiadores venían trabajando en el rescate de los próceres de la Independencia, ilustres olvidados o desconocidos. En este proceso, que se quería armónico, comenzaron a aparecer las disidencias. Muchos de aquellos guerreros habían participado luego en las enconadas guerras civiles, cuyos recuerdos aún estaban vivos. Para los descendientes de Dorrego, era intolerable la presencia de Lavalle en el panteón. Los hispanistas reclamaron un lugar para Álzaga y Liniers, héroes de las Invasiones Inglesas. Otros pidieron el reconocimiento de Facundo Quiroga o de Juan Manuel de Rosas. Las estatuas, su envergadura y su ubicación fueron también ocasión de encendidos debates.
Un panteón
En 1894 se intentó construir un panteón que, como en París o en Londres, reuniera los restos de los próceres reconocidos. Roca presidió la comisión organizadora que, a poco andar, admitió que no se podía incluir a nadie con actuación posterior a 1825. Se trataba de separar el momento fundador, de la unidad y la concordia, del posterior a 1825, irremediablemente dividido por las querellas políticas o ideológicas. la nacion -el diario de Mitre- advirtió premonitoriamente que de ese modo solo sería un panteón de la Independencia y no un verdadero Panteón Nacional, que incluyera a quienes se destacaran posteriormente.
A fines del siglo XIX, entre los dirigentes, las discusiones sobre el pasado reflejaban las incertidumbres del presente y los desacuerdos sobre el futuro por construir a partir de aquellas raíces. La inmigración masiva renovó las inquietudes cuando nuevas camadas de hijos de inmigrantes comenzaron a competir por posiciones antes reservadas a los criollos. También se la asoció con las protestas, a menudo violentas, organizadas por trabajadores o chacareros. Incluso se temió que la nutrida colectividad italiana -que erigió una estatua para Garibaldi- fuera la base de un proyecto colonial de Italia.
En este nuevo contexto, el nacionalismo de matriz liberal de los fundadores cambió de sentido, y comenzó a gestarse una corriente cultural que se expresó plenamente en el Centenario de Mayo. Frente a tales peligros, la Argentina debía tener una nacionalidad consistente y homogénea, que fortaleciera los rasgos propios y neutralizara los ajenos. El modelo era Alemania, una potencia pujante con una nacionalidad compacta y cohesionada, que era ajena al repertorio liberal.
Paradójicamente, ese ansia de unidad exacerbó primero la querella entre los intelectuales. Los parámetros reconocidos de una nación fuerte eran la raza, la lengua y la cultura. ¿Cuál era la raza argentina? ¿La hispana, como lo proclamaría la estatua del Cid Campeador, la criolla, la aborigen quizá, o la resultante futura del crisol de razas? ¿Que lengua debía hablarse en la Argentina? ¿El español de España, como se empeñaba Enrique Larreta, el gauchesco de nuestro gran poema nacional, Martín Fierro, o el porteño, español degradado por el habla de los inmigrantes? ¿Cuáles eran la música o la pintura nacionales? Todas estas discusiones, intensas y apasionadas, se anudaron en un tópico perdurable: el "ser nacional". Los nuevos nacionalistas no sabían cuál era, pero estaban convencidos de que existía, y que debía ser revelado mediante una acción militante que lo liberara de injertos europeístas o cosmopolitas.
Sobre este imaginario nacionalista, fuente de dudas y de certezas, comenzaron a trabajar tres actores de voz potente y performativa: el Ejército, la Iglesia católica y los movimientos políticos populares. Cada uno dejó su huella en el relato histórico.
Expresión del pueblo
El Ejército identificó la nación con el territorio nacional, convertido en una de sus bases simbólicas. Pero además fue atribuyéndose la custodia de sus valores esenciales, eternamente encargado de vigilar y reprimir a quienes los amenazaran. La Iglesia, que combatía al Estado laico, proclamó que la Argentina era una nación católica, construida por prohombres católicos. Masones, protestantes, liberales, socialistas y otros más, que estaban entre "los hombres de buena voluntad", convocados en 1853, resultaban de dudosa argentinidad. Finalmente, el radicalismo y el peronismo, los dos grandes movimientos democráticos y populares, se concibieron a si mismos como la expresión del pueblo y de la nación -el gran actor de la historia- mientras que sus eventuales adversarios -el "régimen", la "oligarquía"- eran declarados ajenos al pueblo y hasta sus enemigos.
Fueron tres vías distintas que convergieron en una idea común: la Argentina era y debía ser unánime y la parte de los argentinos que escapara a estas definiciones tenía que ser marginada o excluida. El principio confería un enorme poder a quien lograra imponer su idea de la unidad. A la vez, era el generador de inevitables reacciones por parte de los afectados. Imponer su propio panteón era una de las manifestaciones de la hegemonía. Cuestionarlo era la esperable respuesta de quienes habían sido expulsados de la patria homogénea. Coincidir en nombres de personas ejemplares, de ciudadanos destacados, presentes y pasados se volvió cada vez más difícil.
El pasado histórico fue campo de estos combates, y la discusión se ensañó con muchos que se perfilaban para un reconocimiento, si no unánime, al menos amplio. El primero fue Sarmiento, reconocido inspirador de la educación pública, uno de los más celebrados logros de la Argentina. Pero se ganó la inquina de la Iglesia, tenaz y eficaz, y padeció de la pluma, a menudo soez, de escritores nacionalistas para quienes el cosmopolitismo y la europeización son mala palabra. En 1988 la Cámara de Diputados le negó un homenaje. En 2011, en el bicentenario de su nacimiento, la Televisión Pública lo ridiculizó en su canal Paka Paka.
En los años 60 y 70 la denostación de Rivadavia y la exaltación de Rosas enardecían a los jóvenes estudiantes. La figura de Rivadavia -motejado de "mulato"- quizá no ha mejorado mucho, pero la de Rosas no despierta ya pasiones encendidas. Para los historiadores serios, fue un gobernador un poco más autoritario y faccioso que el término medio de su tiempo, un defensor de la soberanía, al menos la de Buenos Aires, y uno de los constructores -a su manera, bastante unitaria-, del Estado nacional.
En la memoria y en la historia las revisiones no se detienen nunca, pues se mira el pasado a la luz de los problemas del presente. La reivindicación de los pueblos originarios -un fenómeno mundial- sacudió la imagen de Roca, que se había ganado el procerato por la unificación territorial de la nación. El artífice de esa gesta -muy cara a los nacionalistas- ha pasado a ser un feroz genocida, y sus estatuas son objeto recurrente de escraches. Con el mismo criterio anacrónico, quizá pronto nos enteraremos del costado patriarcal y discriminador de cada uno de nuestros prohombres, quienes seguramente fueron además grandes contaminadores del ambiente.
Soñar la unanimidad
En una sociedad como la nuestra, que es plural y diversa pero se ha acostumbrado a soñar con la unanimidad, las brisas facciosas se convierten en vendavales que arrasan con todo, y sobre todo con las estatuas. Probablemente allí esté el nudo del problema de la escasez de próceres -cuya presencia se ha acotado al momento fundacional de la patria-, y también de prohombres reconocidamente destacados y ejemplares. No hay grandes referentes que cimenten los principios de una sociedad democrática, y quienes extrañen su ausencia deberán asumir la tarea de construir esas referencias, paciente y trabajosamente. Obtendrán éxitos parciales e incompletos, pero los alentará la posibilidad de acuerdos parciales y transacciones razonables.
Eso es lo que se hace en el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, cuya Legislatura confiere con amplitud la distinción de Personalidad destacada y, en casos excepcionales, la de Ciudadano ilustre. Buscan en los diversos ámbitos de nuestra sociedad, plural y creativa -la ciencia, la creación cultural, el deporte y otros- , a quienes supieron aunar una profesión con el servicio a la comunidad y al interés general. Allí coexisten bloques políticos que expresan una gama amplia de visiones políticas e históricas, y los nombres probablemente surjan de negociaciones, acuerdos y repartos. Bienvenidos.
Los estadistas
En cuanto a los estadistas, no es difícil coincidir en algunos nombres: Yrigoyen, Lisandro de la Torre, Juan B. Justo, Arturo Illia quizá; el tiempo ha enfriado las pasiones que los rodearon. Más cerca de nuestro presente tenemos a Juan Domingo Perón y a Raúl Alfonsín. Aunque durante buena parte de su vida pública fue el jefe de una facción, no es difícil rescatar en Perón un valor ampliamente compartido, que sin duda se extiende a Eva Perón: la justicia social. Raúl Alfonsín es ampliamente identificado con los derechos humanos y la democracia, que son hoy valores asumidos por una sociedad que discute sobre sus formas pero no sobre los principios. También se lo asocia con otros valores políticos y éticos -la república y sus instituciones, el pluralismo, la deliberación- que conmueven a una parte algo menor pero que raramente son negados. Es difícil encontrar hoy a alguien más digno de incorporarse al grupo de los hombres eminentes.
Pero en este campo nadie tiene asegurado su pedestal. La mirada presente del pasado es impiadosamente revisionista y poco comprensiva de las circunstancias en que vivieron los hombres. Permanentemente estamos afirmando nuevos derechos y valores y reclamándole al pasado por haberlos ignorado. Nuestra cultura política se ha vuelto muy intolerante y violentamente expresiva. Las estatuas de nuestros ciudadanos ejemplares, que se levantarán con tanto esfuerzo, se asentarán -triste es admitirlo- sobre terrenos poco firmes.
Lilia Ana Bertoni y Luis Alberto Romero