Mística e identidad: las cuatro fases de la relatocracia
Emocional y arbitrario, el relato K y su estilo de liderazgo fueron mutando de la épica y la consolidación de un código al dogmatismo y los estereotipos
La crucial relación entre medios de comunicación y política ha dado sustento a la idea de que vivimos en una relatocracia o narraquía , arena en la cual pugnan por imponerse distintos relatos. El relato dominante se atribuye una superioridad moral contra los relatos competidores, supuestamente mezquinos y sectoriales.
El relato alude a un conjunto articulado de comunicaciones que describen la gestión del Gobierno, así como sus orígenes, valores y visión de futuro. No es algo nuevo, registra múltiples antecedentes: Hitler, Reagan, Castro, Perón y Eva, Obama o Chávez, con sus diferencias, son buenos ejemplos. Son novelas del poder, con héroes, villanos, mitos e historias cuidadosamente recortadas al servicio de una idea base.
Serán determinantes si movilizan emociones, generan mística y sobre todo otorgan identidad. El relato K ha sustentado su enorme eficacia inicial en que cumplió con esos principios. No se apoya tanto en la verdad como en la verosimilitud, no apunta a la razón sino a la emoción. Propone valores que puede transgredir (blanqueo) al servicio de ideales superiores: la defensa del "modelo". Distorsiona, altera, condena y exime con una arbitrariedad que hiere y exaspera a quienes no adhieren a él y, en cambio, puede ser perfectamente coherente para sus partidarios. Si en los noventa Menem era visto por la derecha liberal como rubio, alto y de ojos celestes, los Kirchner parecen, para sus seguidores, bajados de la Sierra Maestra.
El relato K atravesó distintas fases. La primera, embrionaria, se estructuró como una trama reivindicativa. Apuntó a valores compartidos, los derechos humanos, la juventud maravillosa, el rumbo perdido, el anatema de los noventa y momentos simbólicos devenidos míticos: el cuadro de Videla. Todo expresado en un lenguaje aspiracional y una retórica épica que, amablemente, omitía las acciones reales de sus principales protagonistas. El relato, lo que no puede explicar, lo oculta. Se crean nudos idealizados (los años 70), una historia con beneficio de inventario y el embrión de la confrontación "nosotros-ellos".
En la segunda fase, de consolidación, empiezan los controles sobre la información y los fenómenos de "conversión". Todos los pecados de los conversos son absueltos. Se genera un código discursivo propio: lo "destituyente", la "opo", las "corpo", mal emplea "monopolio", que debe mutar a "hegemónico". Es la lógica amigo-enemigo, el tiempo del "Nunca menos", cuando "Él" desplaza a Néstor y nace un mito con estética de luto permanente. La polarización se denomina politización; los amigos que dejan de serlo y las familias divididas son daños colaterales.
El relato empieza, a falta de un "contrarrelato" eficaz, a enfrentar otros enemigos: el paso del tiempo, las estadísticas, la inseguridad o desastres naturales. Todo aquello que la retórica no puede explicar. El silencio se vuelve un recurso, mientras se articulan campañas propagandísticas a través de los medios oficiales y "paraoficiales" o durante una transmisión futbolística. La lógica se pauperiza, prevalece la etiqueta al análisis. Se inicia la guerra santa con los medios opositores.
El tiempo se maneja falazmente: con diez años en el poder, según el relato, "recién llegamos". Se necesita permanencia para "profundizar los logros". Es el tiempo de la "eternidad" y de avanzar sobre las instituciones. Nuevas victorias electorales auguran la radicalización, expresada en el democrático "Vamos por todo".
En la tercera fase, la cronificación, se llenará de repeticiones y explicaciones simplistas, curiosamente esgrimidas por los adalides de la complejidad. Todo se reduce a los designios de la "corpo", o al mundo que se nos cae encima. La gente que viaja en el primer vagón, un domingo hubiera habido menos muertos, o la cadena del desánimo. Son los primeros, pero no los únicos síntomas de la pérdida de conexión con la realidad. Aumenta la agresividad, el dogmatismo y aparecen las agrupaciones de catequistas. Los seguidores migran a devotos o a soldados de la causa, que sólo obedecen y carecen de criterio propio. El liderazgo cada vez más personalista, se vuelve autorreferencial y autoritario. Sirva la extensión de los discursos y el uso del "yo" como medida de lo anterior.
El relato, que dispone cada vez de menos categorías de análisis eficaces, recurre a rótulos gastados o estereotipos, hasta absurdos, como festejar el desplome de la actividad inmobiliaria. El miedo a equivocarse y a la consecuente reprimenda hace que algunos se quieran ir. La cuarta fase comenzó. Ante un poco factible reciclamiento, la desarticulación aparece en un horizonte cada vez más cercano.
El relato K, finalmente, será un capítulo más del "Gran Relato Argentino del Granero del Mundo". Incapaz de explicar cómo, después de la "década ganada", dónde se producen alimentos para cientos de millones de personas, un país de poco más de cuarenta no erradicó el hambre y la desnutrición.