Mirar con otros ojos
Me gusta leer. Le gusta que le lean. Mantenemos un ritual que a veces se hace esporádico -los días largos, la play, el cansancio por la noche-; un ritual que nos une, nos hace hablar palabras distintas; una pizca de ensueño cada vez más preciada: el fin de la primaria, aunque a distancia prudencial, está cada vez más cerca; tu hijo crece, ay, cómo crece, y sabés que este juego de final del día, estas páginas leídas y escuchadas, en algún momento -fatal, festivo, necesario- va a terminar.
Pero, de momento, seguimos. Cada tanto -cuando no nos quedamos hasta demasiado tarde viendo alguna película, cuando el cansancio no nos arrebató, a él o a mí- leemos cuentos antes de ir a dormir. Y la magia se redobla cuando descubrimos juntos que un libro nos encantó.
Acaba de ocurrir con una pequeña novela que, al menos a mí, me cautivó desde cierto delicado arte de tapa, la promesa del título, el enigma del señalador -con sus preciosos dibujos y un texto en braille- que venía incluido. Dos pequeñas gatas japonesas, de Paula Bombara: discreta, cincelada, tan disfrutable como una blanda tarde al sol.
Le leo. Leemos. El libro está dedicado a un tal dios gato y a las dos reinas gatas de la autora, Inku y Kasai. Nuestra reina gata nos acompaña, ovillada a los pies de la cama. Todo marcha bien.
Cada capítulo viene precedido de un haiku. No le doy demasiadas explicaciones; leo y veo cómo mi hijo entra en el juego, lo pesca en el aire, disfruta de los poemitas y de su matizado anuncio de lo que vendrá. Hay código.
Y está la historia, contada en primera persona por Brian, un niño que podría tener la edad del niño que me escucha leer. La voz de Brian es fresca, chispeante, desborda humanidad. Todo él está hecho del encuentro entre culturas: ojitos rasgados, cabello lacio y jarrones como amuletos de parte de la familia japonesa de papá; pómulos marcados, rulos anaranjados y gaitas del lado de la familia irlandesa de mamá. Brian habla y su relato se impregna de olores a pan y acordes de rock o coros de risas, de manos tibias y superficies rugosas, y de colores como el rojo, que "es como cuando se acelera mucho el corazón y se siente un calor lindo que viene de la sangre". Brian es ciego, y solo lamenta no ver en contadas ocasiones, y nos sumerge en un mundo -a nosotros, seres de la visión única, omnipotente e hiperdesarrollada- entretejido de sabores, música, texturas, perfumes. Brian es un niño, y como niño disfruta, intenta comprender, saca conclusiones, se arroja al vértigo del mundo. También se encabrita, se enoja, se pelea, conoce la incómoda certeza del odio. Y no le tiene miedo a nada.
Brian está enamorado, y lo primero que sabe de la chica que quiere es que su voz es melodiosa, bajita y suave, y que sus manos son tibias, tan tibias. Y que el amor "tiene su perfume y ocupa todo el aire que mis brazos abiertos pueden tocar cuando giro".
En Dos pequeñas gatas japonesas hay, desde luego, dos gatitas llegadas de Japón, y alguna leyenda sobre gatos orientales, y la delicia de todo relato de aprendizaje. Brian es niño, absorbe gota a gota la vida que lo rodea, y busca entender -a su modo radiante- la multiplicidad del pequeño mundo que lo rodea. Su voz es bálsamo, pero también intensidad, y tiene como un trasfondo de risa que te acompaña.
Nos acompaña, porque lo leemos de a dos. Y de a dos entendimos, más o menos avanzado el libro, desde dónde contaba lo que contaba Brian. Porque -y eso hace aún más entrañable el encuentro con Dos pequeñas gatas japonesas- la ceguera del personaje central no está presentada ni con bombos ni con platillos ni con pesar: forma parte de Brian, de su particular modo de atravesar el mundo, y ya. Entonces, la gloria de ver la cara del chico que, antes de dormir, descubre el sentido de un haiku leído algunos capítulos atrás: "Es Agustina/ Vuelan mil mariposas/ que nadie ve".