Universidades autónomas, pero responsables
La cuestión universitaria es el eje de la enseñanza superior y, por ende, del progreso cívico. De allí el interés que genera el status institucional de las universidades nacionales, tema que generó polémicas sobre el alcance de la autonomía universitaria. Esta consiste en que cada universidad redacte su propio estatuto, nombre sus autoridades y profesores, fije el sistema de disciplina interna; sin injerencia de los poderes políticos. Pero no implica que cada universidad sea un enclave soberano dentro del Estado, ya que éste tiene a su cargo la sanción de la ley universitaria, el control de legalidad de sus actos y, en supuestos excepcionales, puede intervenirlas.
Ya en la Constitución de 1853 se advierte cierto celo de los padres fundadores sobre algunas materias de carácter administrativo, que son excluidas de las potestades presidenciales. Entre ellas está la educación superior, que sólo puede ser reglamentada por el Congreso, al dictar planes de instrucción general y universitaria.
Esa facultad fue delegada a los claustros universitarios en las leyes posteriores. La primera fue la llamada ley Avellaneda que rigió hasta 1947, que permitía a cada universidad elaborar sus estatutos y nombrar al rector por medio de la asamblea universitaria, formada por los miembros de todas las facultades. La autodenominada Revolución Libertadora restableció la vigencia de la ley Avellaneda, que había sido derogada, y por vez primera se confió a los claustros el pleno gobierno de sus estudios y la administración de su patrimonio, así como el derecho de elegir y remover a sus profesores sin intromisión del Poder Ejecutivo.
También se incorporaron algunos principios esbozados en la reforma universitaria de 1918, creando el Consejo de la Universidad compuesto por el rector y los decanos de cada facultad, y una asamblea universitaria constituida por delegados de profesores, graduados y alumnos electos por sus pares para integrar los consejos directivos. Con la autodenominada Revolución Argentina, en 1967 se derogó ese régimen, exigiéndose que los estatutos sean aprobados por el Poder Ejecutivo. Durante el último período de facto de nuestra historia, se acentuó el grado de dependencia de la universidad, imponiendo que el Ministerio de Cultura y Educación ejerza su gobierno.
Repuesta la democracia en 1983, una de las primeras medidas fue retomar la vigencia de los estatutos universitarios que rigieron hasta 1966.
La reforma constitucional de 1994 incluyó la obligación del Congreso de sancionar leyes que garanticen la autonomía y la autarquía de las universidades. Se quiso que ellas mismas se administren, suprimiendo toda influencia del poder político en las cuestiones académicas y docentes. La ley de educación superior -posterior a la reforma constitucional-, veda al Gobierno toda intrusión directa sobre asuntos universitarios, y establece que los actos de las universidades sólo pueden ser anulados por los jueces. Además, prohíbe al Poder Ejecutivo intervenirlas, facultad que asigna al Congreso, salvo que éste se encuentre en receso, en cuyo caso podrá hacerlo, pero supeditado a la aprobación del Parlamento.
Risieri Frondizi, célebre ex rector de la UBA que, por cierto, no podría ser tildado de elitista o reaccionario, decía que la noción de autonomía, así como libera a la universidad de influjos extraños, requiere ser ejercida de modo responsable.
En ese sentido, creo que no debe ser esgrimida como un fin en sí misma, sino como un medio para afianzar la libertad académica y de cátedra, para investigar, enseñar y estudiar en un ámbito de crítica y diversidad de opinión. Sin embargo, hubo casos en que fue invocada como pretexto para incumplir leyes. Por ejemplo, hace poco la Corte Suprema condenó a la Universidad Nacional de Córdoba a observar las normas de protección integral de personas con capacidades especiales. El alto tribunal aclaró que la autonomía no puede ser una traba al ejercicio de las facultades del Congreso para adoptar medidas que garanticen el goce de los derechos por parte de personas con capacidades diferentes. La sentencia es importante para no confundir, por ejemplo, autonomía con indisciplina, con arbitrariedades en los concursos docentes, con indiferencia frente a la prolongada crisis de gobernabilidad que padeció la Universidad de Buenos Aires durante 2006; que, para evitar desmanes, obligó a sesionar en el Congreso Nacional a la asamblea que debía designar a sus autoridades. Una cosa es la autonomía y otra bien distinta es la anarquía.
En 2011, la UBA festejó su 190 aniversario. Causa tristeza que una institución cuyo auge llevó a Nicolás Avellaneda, luego de culminar su mandato como presidente de la Nación y ser designado rector de esa casa, a enorgullecerse diciendo: "He sido ascendido a rector de la universidad"; hoy no ocupa un lugar entre las 200 universidades de más prestigio en el mundo, según el ranking dado a conocer por LA NACION en marzo pasado.
Es necesario revertir ese cuadro, y en ese rumbo sirve recordar que, entre 1955 y 1966, las universidades no fueron intervenidas y gozaron de plena autonomía académica. Ese lapso coincidió con el de mayor identidad de la UBA y un adelanto en su aura científica.
El autor es juez de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal
Alfredo Silverio Gusman