Una soga que aprieta el cuello de todos
La doncella de Llullaillaco es una belleza andina despertando a la vida en pleno estallido de la adolescencia. Tiene 14 años y está sentada con las piernas cruzadas como los indios, con su cabeza caída sobre el pecho y su pelo renegrido tapándole parte de sus cachetes.
Lástima que esté detrás de un cristal y dentro de una cámara a temperatura y humedad constantes. En Salta capital , donde se la puede ver, hay muchas más polémicas por su exhibición en el Museo de Arqueología de Alta Montaña que por su injusto y cruel sacrificio hace 500 años, a más de 6000 metros de altura, en la cumbre del volcán que le da una suerte de involuntario apellido a la doncella que no conoció el amor.
No está sola: la "Niña del Rayo", de unos seis años, ni siquiera pudo disfrutar del descanso ininterrumpido de la muerte: recibió una descarga eléctrica vaya a saber en qué siglo y por eso su carita se ve ennegrecida. Son bellas durmientes para siempre porque aquí no habrá final feliz, como en los cuentos, ni príncipe azul que las levante de su letargo definitivo. También hay un chico de unos siete años que las acompaña en las mismas condiciones. Víctimas de un ritual inca fueron embriagados y librados a su suerte en ese paraje helado. Tal vez creían que ofrecer a sus dioses tales sacrificios les garantizaría dicha y bienestar para siempre.
Pero otros dioses más terrestres, que bajaban de barcos (los conquistadores españoles), les hicieron comprender que no hay imperio donde, tarde o temprano, el sol no se ponga definitivamente. Ergo, los asesinatos de los niños de Llullaillaco de nada sirvieron más que para deleitar a sus descubridores en 1999, echar luz sobre aquella civilización y despuntar el morbo de los turistas que pagamos entrada para verlos.
La polémica no zanjada sobre si deben o no ser exhibidos tiene mucho de paradójica. No sólo en sus tiempos se los privó del derecho de vivir sus vidas hasta su extinción natural, sino que están condenados a ser fisgoneados en la muerte. Bien mirados, al menos, podrían ser testimonios que nos alerten de lo cruel que el ser humano es capaz cuando se ciega por una causa supuestamente divina o por instintos mucho más básicos.
Quienes se pongan muy exigentes con los incas y sus reprobables costumbres de sacrificar niños y adolescentes deberían considerar la discusión como microscópica teniendo aquí y ahora, en esa misma provincia, otras doncellas y niñas del rayo que mueren salvajemente por decisión de otros o por propia voluntad.
La aparición en el sur de la capital salteña, el lunes último, ahorcadas por la misma soga, de Luján Peñalva, de 19 años, y de Yanina Nüesch, de 16, sea por un pacto suicida o por un atroz crimen, revela una vez más la ferocidad siempre presente y no tan oculta del ser humano, que no cesa por mucho que haya avances científicos y tecnológicos. Hay algo horroroso y atávico que permanece agazapado y que salta en el momento menos pensado para convertir a alguien en chacal de su prójimo o de sí mismo.
Pero un crimen o un suicidio no surgen de la nada. Hay una patología hecha camino que es negado aunque se construya a la vista de todos. Una muerte violenta tiene una historia anecdótica y puntual, pero que se ve favorecida por un entorno que no actúa, que no contiene, que mira para otro lado o que, además de todo eso, esparce semillas insidiosas que terminan germinando en tragedias sólo en apariencia tan inexplicables.
En la muerte no natural, tanto en la autoinfligida, y con más razón en la impuesta, hay una intolerancia atroz que, aun en las tragedias más sorpresivas y casuales, viene cocinada a fuego lento, violencias individuales que hacen eclosión y se desbordan porque fallaron todas las redes de seguridad posibles: la contención y el amor familiar, el entorno de conocidos y amigos que prefirieron ignorar lo que se incubaba y se veía venir; en última instancia, la sociedad toda y sus dirigencias, que transmiten mensajes equívocos o mueven a la desesperanza con sus políticas erradas o ausentes.
Aterra, cuando se analizan las estadísticas, que Jujuy y Salta sean, en ese orden, las provincias con los más altos índices nacionales de suicidio . ¿Es sólo una casualidad? ¿La desgracia se ha obsesionado caprichosamente con estas dos provincias arquetípicas del Noroeste o hay un trasiego fétido al que nadie quiere asomarse? ¿Qué falla allí en las familias, en las relaciones sociales y en los funcionarios para que se sucedan incesantemente tragedias tan abismales?
Hay demasiados hechos ominosos que ennegrecen la conciencia salteña: crecimiento exponencial del suicidio; aumento en un 33% de las causas de abuso sexual, según el diario local El Tribuno; los casos por hechos de violencia familiar suben desde 2006 y queda para el final el peor de todos los índices: la violencia de género mató el año pasado a 18 mujeres, y en lo que va de 2012 ya son más de 10.
Tras las extrañas muertes de Luján y Yanina, hallaron los restos óseos de otra mujer al costado de una ruta, hubo un doble crimen mafioso en Salvador Mazza y trascendió un video donde policías de esa provincia torturan a presos. Y hay una pregunta sin respuesta que siempre se repite: ¿dónde está María Cash, cuyo rastro también se pierde en Salta?
Los niños de Llullaillaco no son testimonio de un pasado remoto superado. Los mortíferos rituales de nuestra pretendida modernidad, ¿también serán exhibidos en un museo dentro de 500 años?
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