Una hazaña llamada Oyneg Shabes
"El mundo está enloqueciendo. El planeta se ahoga en lágrimas. Y yo... tengo hambre". Algunos pasajes de la película ¿Quién escribirá nuestra historia?, de Roberta Grossman, tienen la precisión dolorosa de un bisturí. Como cuando cita las palabras del escritor Leyb Goldin, parte de los 400.000 judíos hacinados en el gueto de Varsovia, una de las tantas personas que en 1941 recorría las calles atestadas, esquivaba algún cadáver, veía los rostros de niños y adultos que, como él, comían una vez al día y que, como él, oscuramente se intuían condenados a muerte.
Sin ser un campo, el gueto anunciaba la reducción a mera cosa que sufrirían los deportados a Treblinka, Auschwitz, Sobibor. Para resistir el alud que amenazaba convertirlo en nada, Goldin se aferró al bastión más nítido de lo humano: la palabra. Retrató la vida en la Varsovia condenada; se hizo fuerte en la convicción de que alguien, alguna vez, lo leería. Esos otros bastiones de lo humano: la posibilidad de atestiguar, la construcción de un futuro donde ese legado pueda ser recibido.
Hace poco más de una semana, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), junto con el Museo del Holocausto y la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, organizó una función especial de la película de Grossman. En ella aparecen los escritos de Leyb Goldin, como parte del enorme y conmovedor proyecto que los incluyó: los archivos Oyneg Shabes, integrados por diarios personales (incluso textos infantiles), crónicas, fotos, afiches, publicaciones y pinturas que daban cuenta tanto de la vida cotidiana en el gueto como de la trama cultural que, contra todo pronóstico, insistía en sostenerla. Apelando a filmaciones históricas, entrevistas y dramatizaciones, ¿Quién escribirá nuestra historia? cuenta el modo en que fue cobrando forma un artefacto cultural nacido con un claro objetivo: si la barbarie del nazismo se proponía hacer de la población del gueto una indefinida masa de nada, los Oyneg Shabes se ocuparían de otorgar palabra, nombre y dignidad a quienes habían vivido allí.
La idea había sido del historiador Emanuel Ringelblum; él concibió el espíritu del archivo y organizó al equipo de personas que se abocaron a darle forma. Una de ellas fue la periodista y escritora Rachel Auerbach, que en 1940, cuando se había comenzado a erigir el muro que aislaría definitivamente al gueto, tenía posibilidades de escapar de Polonia, y así pensaba hacerlo. Pero se encontró con Ringelblum. "No podemos huir todos", le dijo el historiador. Y le habló de la responsabilidad, de la necesidad de que algunos asumieran la tarea de ponerle coto al infierno que se había instalado en lo que alguna vez había sido un barrio más de la ciudad de Varsovia.
Auerbach se quedó. Siempre a instancias de Ringelblum, primero colaboró con la puesta en marcha de un comedor comunitario; luego se sumó a la red de intelectuales que trabajaban en los Oyneg Shabes.
En 1942, cuidadosamente guardada en cajas de lata, la documentación recopilada se enterró bajo el piso de un sótano. Ese mismo año fue la gran deportación. Entre abril y mayo del año siguiente, el "moriremos peleando" del alzamiento. Cuando la guerra terminó, del gueto no quedaban más que escombros; de las sesenta personas que habían recopilado los Oyneg Shabes, apenas tres sobrevivientes. Pero entonces, en una Varsovia arrasada, de abajo de la tierra cubierta de cascotes y esquirlas, emergieron las cajas y su mensaje: nombres y rostros que ya no estaban; textos escritos en yiddish, polaco, hebreo: caligrafías apretadas y prolijas, toda una época y un empecinado deseo de brindar testimonio. "Escribir se transforma en el único recurso para sentirse dueño de uno mismo", nos dice Rachel Auerbach a través de la actriz que la interpreta en el film. Parte de la Memoria del Mundo de la Unesco, los Oyneg Shabes lo confirman.