Una familia y el alud de la historia
Como en tantas otras novelas con fuerte contenido autobiográfico, la pregunta que asoma -ínfima, pero inevitable- es de qué modo su autor habrá ido enhebrando el sinuoso hilo que entrecruza realidad y ficción. Hasta que poco importa esa pregunta, porque las palabras de Luis Frontera ya nos atraparon y Sagrada familia, su libro, se convierte en esas historias que no se pueden dejar, que conmueven e impactan, que por momentos parecen tocar la fibra íntima de esa materia desmesurada, poética y trágica que a veces resulta ser la vida humana.
En Sagrada familia hay un padre militar que, con el estallido de la Guerra Civil española, decide viajar a defender la República, y una madre que queda sola en Buenos Aires, embarazada y con siete hijos a cargo. Hay también una abuela paterna descendiente de ranqueles, recuerdos maternos de una infancia entre algodones, e hijos huérfanos de padre, criados en un presente áspero, con la pobreza mordiéndoles los talones.
Un niño, el último hijo de ese matrimonio, conocerá la calle, la literatura, el activismo político, el abismo desolado del pabellón psiquiátrico. Es su voz la que habla en el libro. A través de ella asistimos al devenir de los hermanos: el que sueña con ser boxeador, la pequeña vidente, la que logra despuntar en el canto lírico, la que se casa con un subcomisario, la bailarina de flamenco que, como muda revuelta contra el padre, simpatiza con la España de Franco. Ese narrador es el niño más bien callejero que escucha, con oídos infantiles, los ecos del golpe del 55; el joven que durante los años setenta se vincula con una compañera de militancia de Vicky Walsh. Y el hombre que indaga en la vida de un padre al que prácticamente no conoció; su mirada es la de quien reconstruye un rostro ausente, recupera algún abrazo escondido por entre los pliegues de la memoria. Sobre todo, interroga el recuerdo de quien fue traidor a la patria para el Ejército Argentino, camarada para sus compañeros de trinchera española, amenaza comunista para las sospechas de buena parte de allegados, vecinos y parientes.
La novela construye un palpitante juego de encastres: de las riberas del Ebro y el vértigo desesperado de la guerra a la vida barrial de la Buenos Aires de los años cincuenta; de la construcción de cierto lenguaje familiar a las pistas de una historia personal diseminada en viejas fotografías, objetos, perfumes. De la psicosis de guerra del padre que regresa de España destrozado y sin gloria al hijo que un día descubre que no puede salir de su mente, que algo en él se hunde cada vez más profundo, mientras las palabras no pasan de ser semillas de lo jamás dicho, "porque una vez que subían y pasaban la Cordillera del Lenguaje se disolvían en burbujas sin llegar a ser pronunciadas". La tragedia política, la ferocidad de la historia y el no menos feroz pero también redentor torbellino de las emociones: de esa sustancia está hecha la novela de Luis Frontera.
Hacia el final, el narrador sueña que se asoma a la ventana de un hostal en Madrid, mira la Calle de Alcalá en dirección a la Puerta del Sol y desde allí divisa una multitud de jóvenes que llevan carteles: Montoneros, ERP, FAR. Vuelve a mirar, y a través de esa misma ventana ve la Avenida de Mayo, al fondo la Casa Rosada, y una multitud que ahora porta pancartas que dicen CNT, PCE, POUM, PSOE.
Hay momentos en que la Historia, esa que se nombra con mayúscula pero se padece en minúscula, se erige como un alud excesivo. Y no hay vida que atraviese esas tormentas sin desgarro o dolor. Quien habla en Sagrada familia busca construir un bastión hecho de palabras: un territorio donde alojar lo que él llama los "fósiles del psiquismo". El suyo es un gesto amoroso; un impulso, vital y creativo, con el cual defenderse "del acoso de todas las memorias ajenas y propias que se empeñaban en no recordar".