Un tiempo de liderazgos dormidos
Uno de los componentes que suele destacarse en la prolongada crisis del sistema político argentino es la ausencia de liderazgos fuertes. A los que asoman y prometen se les siente pronto aroma a "flores de un día". Y no es que la gente no tenga preferencias: hay, por cierto, favoritas y favoritos. Pero falta la cristalización del carisma. Y el carisma, a la par de adhesión a proyectos, se teje con vigorosas afectividades. Suena patético, pero tenemos en esto una crisis de amor.
Los racionalistas a ultranza estarán contentos; nos dirán: ¡mejor así, construyamos la nueva política sólo con ideas y capacidades! Como siempre, muestran una visión mutilada de la naturaleza humana, hecha de verdades parciales. Ignoran el peso y la perdurabilidad del motor emocional en la vida pública. Y esto no parece ser asunto de evolución histórica: poco cambiaron las cosas al respecto en dos milenios y medio, de los griegos a nosotros.
Tampoco parece depender de un agotamiento en la nación de personas con condiciones para protagonizar un liderazgo estelar. Esa fuente no se agota, sólo que no fluye siempre. Me contaba un amigo estudioso de nuestra realidad política que, preguntada aquella misma gente que tiene por cierto simpatías políticas actuales, sobre ejemplos de liderazgo contemporáneo entre nosotros, mencionaban sólo dos nombres: Juan Perón y Raúl Alfonsín, ambos desaparecidos. ¿Por qué a casi nadie se le ocurre un líder vivo? ¿Por qué la fuente no fluye siempre?
Ensayemos una hipótesis, virtuosa sólo por contra demagógica: el problema principal somos nosotros, el pueblo. ¡Chocolate por la noticia!, me dirán; se parece a lo que dicen, denostando a la sociedad a la que pertenecen, los mozos de café, los taxistas, muchos profesores y dirigentes corporativos, no pocos políticos opositores, destacadamente el oficialismo; sólo que siempre el problema son determinados sectores de "los otros", nunca "nosotros".
La relación entre líder y pueblo es muy sutil. El liderazgo se construye a través de la intuición que tiene un dirigente de las expectativas dominantes de un pueblo en un momento dado, y aunque ellas estén aún difuminadas y soterradas, o más precisamente cuando lo están. Y no necesariamente aquellas expectativas son de las que calificaríamos como "buenas": quizá los alemanes de los años 30 tenían una necesidad contenida e intensa de autoritarismo y delirio que Hitler supo percibir y orientar. El líder es frecuentemente el partero de expectativas, las explicita y las profundiza. Es una relación de teatro: el autor son las ideas, las emociones; el actor o la actriz, los mediadores e intérpretes, en este caso el o la líder, sólo que aquí el pueblo es autor y público al mismo tiempo. O para completar la metáfora inicial: la crisis de amor surge de una crisis de fecundidad del pueblo, y no puede haber mediador sin nada que mediar.
Perón fue líder porque expresó y estimuló la necesidad de reconocimiento que tenían vastos y postergados sectores sociales. Alfonsín, por expresar y estimular la necesidad de construir una convivencia democrática sentida por los argentinos. En ambos casos hubo un click de sintonía perdurable entre pueblo y líder, quizás menos audible en el fragor de la coyuntura. Y es por eso que muchos de los que no lo quisimos a Perón hoy se lo reconocemos, como tantos que se opusieron a Alfonsín se conmovieron con su muerte.
La inspiración del liderazgo viene del pueblo, para bien o para mal, y es el pueblo hoy el que aparece silencioso, sin demanda profunda. La aspiración a crecer y consumir no alcanza para alimentar ninguna inspiración. Los líderes no son demiurgos. Los que pretenden llegar a serlo ensayan entre nosotros mensajes convocantes: la fibra de la moral pública algunos, el discurso de la eficiencia otros, las instituciones republicanas aquellos, la justicia social en serio pocos, y hasta la partitura del resentimiento no tan pocos. Pero el click no se produce. Tierra yerma por falta de semilla.
Quizás salimos de un sueño frustrado de grandeza y el fracaso aún no tolera la vigilia de la realidad. Pero seguro que hay liderazgos dormidos en espera de pueblo que los despierte y les señale el rumbo. Y no hace falta mucho cuando se produce, porque la propagación de su efecto es como la de la gripe.
Cristina y su grupo son de alguna manera conscientes de esta necesidad. De ahí el relato épico, el intento de construcción del mito Néstor, el adjudicarse todos los méritos de la bonanza económica, la invención incesante del "enemigo". Pero está claro que no basta, aunque pueda bastar para ganar elecciones. El pueblo no le dio "la causa", sólo le pidió que lo sacara del marasmo del 2001-2; tenemos, pueblo y Gobierno, causas provisionales, como prestadas. Pero es la autenticidad de la gran causa la que alimenta la fuerza y perdurabilidad del liderazgo. Por eso el de Perón resiste a su propio autoritarismo y a los menos felices segundo y tercer gobiernos, y el de Alfonsín supera la recesión de los 80 y la hiperinflación.
Esta no es la teoría de que "somos todos responsables", lo cual se parece a ninguno. Gaetano Mosca sostenía que en todo sistema nacional hay una clase gobernante y otra gobernada. Otros estudiosos objetan la idea. Pero en todo caso, no cabe duda de que existen responsabilidades diferenciales. El sistema político argentino -oficialismo y oposición- hoy le dice a la gente principalmente lo que cree que la gente quiere escuchar; pero su obligación moral es plantear en la discusión pública los dilemas difíciles de futuro, las contradicciones y desigualdad de nuestra sociedad, y no esperar a que hechos ingratos los tiren a nuestros pies.
Estamos cristalizando una división de nosotros como pueblo entre una ciudadanía de primera clase y otra de segunda; y esto en los planos político, social y económico. Las instituciones de la sociedad -servicios educativos y de salud, modalidades legisladas de empleo, planes de urbanización, sistemas de protección social, órganos de estímulo empresario- acompañan y profundizan esta dualidad. La cohesión social se relaja, la debilidad del proyecto común se acentúa y crecen los resentimientos y la violencia. Mejoramos todos al salir de la crisis de hace diez años, y esa es nuestra coartada para no mirar la realidad. Inconscientemente, nos preparamos para futuras dificultades anticipando a quiénes haremos culpables. Ni un liberalismo extremo de mercado, ni el actual populismo con cosmética socialista, nos sirvieron para revertir esta tendencia. Como sólo los demagogos pretenden tener fórmulas salvadoras, éste es un desafío para la política; ciudadanos y sistema político, como en la vieja Grecia.
Una discusión así es confusa y contradictoria, en ocasiones disparatada, pero también, tarde o temprano, creativa y esclarecedora. El sistema político y el Estado difícilmente avanzan en iniciativas de reforma que no lleguen arropadas por la inquietud popular. Y es en aquella discusión donde se gesta una oscura conciencia pública, un anhelo mayoritario de otra cosa distinta a lo que tenemos, un salto cultural. Y habrá siempre quien interprete esa conciencia, la transforme en política y la lidere. © La Nacion
El autor, médico, fue ministro de Salud y Acción Social (1983-86) y diputado nacional
lanacionar