Un mundo de pesadilla
Los intelectuales argentinos viven tiempos de ardiente discusión política. Están en los medios de comunicación debatiendo asuntos tales como: ¿hay un discurso hegemónico en marcha? ¿Dónde está el pensamiento crítico? ¿El Gobierno manipula la realidad? ¿Las minorías políticas están siendo estigmatizadas?
Advertencia: estos debates surgen de una agenda obsesionada con el pasado y sus ecos. Parece que pensar en la Argentina de hoy significa pensar en el país de ayer. Lo urgente -que suele ser lo más efímero- atrapó a las huestes de los diversos bandos en pugna. Pero, ¿y la Argentina del futuro?
Hablo del futuro porque el tiempo es un viento caudaloso que transforma el presente en un soplo, en una chispa, y cuando dejamos de pestañear vemos que el hoy es inasible. Agua y arena escurrida entre los dedos. Así, en realidad, sólo podemos discurrir con seriedad sobre el pasado y el futuro. Incluso esta nota ya es vieja. Forma parte del archivo y con buena suerte dará que hablar en el futuro.
¿Por qué los intelectuales argentinos casi no hablan del futuro? Lo miran de reojo y apuntan a generalidades. No le clavan la mirada ni hunden sus reflexiones hasta el hueso.
Por ejemplo: ¿cómo imaginan la Argentina de 2020 o 2030 los sociólogos, politólogos y críticos de la cultura? ¿Se animan a predecir si desaparecerán los grandes medios de comunicación o si el Gobierno concentrará las comunicaciones? ¿Alguien piensa que la democracia se extenderá, o sospecha que las tentaciones demagógicas la transformarán en una caricatura de sí misma? ¿Algo que augurar sobre la educación, la cultura, los derechos fundamentales, la justicia, la seguridad, la corrupción? ¿La gente gozará de libertades amplias o el Poder nos amordazará con autoritarismo? ¿Seremos personas que viven más o menos felices, nos habremos convertido en un rebaño que recordará con tristeza los buenos viejos tiempos, o quizás nuestra existencia será consumista, hedonista y nihilista?
Por mi lado, reflexionar sobre el futuro es hincarle el diente a la literatura.
Lo explico: creo que la literatura es un saber predictivo. Y en especial la ficción científica, ya que lo narrado puede cumplirse. ¡O capaz que ya se cumplió! Muchos autores canónicos del género crearon mundos que ya están entre nosotros y así, el futuro, como un relámpago atravesó el presente y se fundió con el pasado. Cuidado que no hablo del fenómeno televisivo Gran Hermano , inspirado con pícara banalidad en la novela 1984 de George Orwell, sino de otros textos que surgieron a partir de mediados del siglo pasado y que mantienen viva su capacidad de imaginar el futuro con maestría.
Doy un ejemplo argentino: Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges escribieron juntos las Crónicas de Bustos Domecq , un libro publicado en 1967, que incluye el relato de ciencia ficción llamado " Esse est percipi ". La historia es breve: el protagonista, Honorio Bustos Domecq, observa que desapareció el monumental estadio de River Plate en Núñez. ¿Cómo es posible? Busca explicaciones. Habla con el presidente de un club de fútbol y escucha una verdad macabra: "No hay score, ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio? y todo es patraña?". Hacia el final del cuento hay un diálogo iluminador entre Domecq y su entrevistado, que aquí reproducimos:
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.
-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.
-Qué se va a romper -me tranquilizó.
Y parece que la ilusión no se rompió. Al contrario. " Esse est percipi " se volvió profético: treinta años después, en 1997, Giovanni Sartori publicó su famoso libro Homo videns. La sociedad teledirigida , para reflexionar sobre el impacto de la televisión, la imagen y los medios de comunicación en la sociedad y en la democracia representativa. Sartori tiene una mirada crítica y pesimista sobre el presente y, claro está, también sobre el futuro. Así que me animo a decir que Sartori reformuló, desde las ciencias sociales, una realidad ya contada desde la literatura por Bioy Casares y Borges. Algo que me resulta maravilloso.
Pero, ¿cómo es que los escritores de ciencia ficción ejercieron esa capacidad predictiva? ¿Cuál fue el secreto de su talento anticipatorio? ¿Qué métodos desarrollaron? Pienso en autores clásicos como Arthur Clarke, Isaac Asimov, James Ballard, Philip K. Dick, Theodore Sturgeon, excluyendo por diferentes motivos los rasgos más actuales de la ciencia ficción, como el ciberpunk y sus derivaciones.
Imagino que aprovecharon sus experiencias de vida, su talento creativo y un torbellino de imágenes fantasmáticas que habrán surgido desde lo más profundo de sus psiquis. Un cóctel creativo que no siguió las reglas lógicas de los procedimientos estrictamente racionales, pero que logró producir y transmutar símbolos y significados que circularon más allá de los tiempos. Y señalo un valor agregado: los mejores autores de ciencia ficción alimentaron su creatividad con una comprensión profunda de la naturaleza humana y de los avatares morales y políticos que acosan a las sociedades marcadas por el desarrollo científico y tecnológico. Es el caso de las obras definidas como fantasías distópicas.
La distopía es una imagen opuesta a la utopía. Es una pesadilla cumplida. El horror más temido que se volvió realidad. Así son los mundos creados por Ray Bradbury en Fahrenheit 451 y por Aldous Huxley en Un mundo feliz . En esos mundos la sociedad vive bajo un régimen agobiante y autoritario. También 1984 es una distopía.
Siempre me fascinaron las fantasías distópicas. Aún releo novelas como Soy leyenda , de Richard Matheson; El fin de la eternidad , de Isaac Asimov; Tropas del espacio , de Robert Heinlein; Bill, héroe galáctico , de Harry Harrison; El día de los trífidos , de John Wyndham y, claro está, Crónicas marcianas y Fahrenheit 451 , de Ray Bradbury.
Son narraciones cargadas de melancolía y desencanto que prenuncian malos tiempos futuros. Pero que a la vez nos lanzan una potente advertencia: si logramos cambiar el curso de las cosas que van muy mal, entonces este futuro nefasto no se hará realidad.
Entonces, la cuestión es: ¿cómo cambiar la realidad? Y lo que más importa: ¿quién decide cuál es la realidad que debe cambiarse y los cambios que deben hacerse?
Miremos de cerca Fahrenheit 451 . La extraordinaria novela fue publicada en 1953 y cuenta la historia de Montag, un bombero norteamericano que se dedica a quemar libros porque los libros -todos los libros- están prohibidos en su país. El país de Montag está aplastado por la uniformidad y la chatura, la gente vive pendiente de lo que ocurre en las grandes pantallas de televisión que hay en las paredes de sus casas, y la sociedad se mueve con una dócil ceguera hacia la guerra apocalíptica. Montag comprende que debe cambiarse algo para evitar el desastre. Se rebela, salva unos libros, se enfrenta al sistema, se transforma en un proscripto. La policía lo persigue para matarlo. Escapa de la ciudad. En el campo se une a un grupo de intelectuales marginados por el Poder. Y la guerra estalla. Habrá un mundo nuevo y Montag será uno de sus protagonistas.
Mucho cuidado: Montag vive en un país democrático donde hay elecciones y las instituciones funcionan. Pero es un país donde las mayorías políticas aplastaron a las minorías, donde establecieron un relato hegemónico de la historia para justificar sus actos y donde impusieron un estilo de vida ajustado a su propio concepto de la felicidad. Las mayorías prohibieron leer y pensar con libertad y, para ejercer un mayor control social, montaron mecanismos de espionaje y delación que invaden la privacidad de los ciudadanos. Incluso, los bomberos como Montag pueden matar a los poseedores de libros.
No lo dudo: el mundo de Montag es democrático, pero es un mundo de pesadilla.
Transcribo un párrafo de la novela que da miedo: un viejo profesor de literatura le advierte a Montag que se cuide de su jefe, el capitán Beatty, y le dice:
"?El capitán pertenece a los enemigos más peligrosos de la verdad y de la libertad, al sólido e inconmovible ganado de la mayoría. ¡Oh, Dios! ¡La terrible tiranía de la mayoría!"
Está claro que la forma en que las mayorías ejercen su poder es el asunto más delicado de las democracias representativas. Por eso las fantasías distópicas produjeron intensos debates y polémicos análisis. Entonces, bajo su influjo, puedo preguntar con ánimo crítico: ¿las mayorías políticas garantizan la igualdad ante la ley y el ejercicio de los derechos de todas las minorías políticas? ¿Se busca instalar una ideología hegemónica? ¿Las minorías políticas son descalificadas, difamadas, o acosadas con estrategias legales y jurídicas? Y lo más inquietante: ¿las mayorías quieren transformarse en lobos hambrientos?
Fahrenheit 451 tiene buenas respuestas para estas preguntas, pero hacen falta otras. Y como tarde o temprano el futuro habrá de alcanzarnos, debemos hacer algo para que cuando llegue se parezca al mejor de nuestros sueños en vez de que se convierta en la peor de nuestras pesadillas.
© La Nacion
El autor es escritor
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