Un hombre ha dejado el poder
El gesto de Benedicto XVI, a contramano de un mundo donde la ambición y la corrupción marcan el paso, nos interpela como ciudadanos y nos llama a repetir las jornadas del 13-S y del 8-N
Se ha producido en el mundo un hecho tan paradójico como difícil de entender para nosotros: uno de los hombres más importantes, por su propia voluntad, se ha despojado del poder. Esa historia nos incumbe, a pesar de que suceda a muchos kilómetros. Nos incumbe y nos llama a repetir las jornadas del 13-S y del 8-N, que el aluvión informativo y la banalidad estival han tornado lejanas.
El hombre es el cardenal Ratzinger. El Papa. Digo que la historia nos incumbe. Si el lector es católico y vive dentro de la Iglesia, porque ese hombre, su jefe, es el representante de Dios en la Tierra. No es mi caso: soy un cristiano sin iglesia. Pero aunque fuera un católico practicante o aunque fuera budista o judío o ateo, y aunque fuera anticlerical a ultranza, no podría quedar al margen del acontecimiento. Porque el Papa es una autoridad espiritual, pero también terrenal. Es un hombre público y cada uno de sus gestos y palabras tiene fuertes repercusiones en un mundo convertido en escenario global. Puede a uno no gustarle la gestión de Ratzinger al mando de la Iglesia. Quizás uno, por las convicciones que profesa o por la falta de ellas, podrá decir que su mandato defraudó. Podrá decir que no cambió nada en varios aspectos controvertidos: ni en la presencia de la mujer en la Iglesia, ni en los dogmas milenarios sobre el pecado y el sexo. Se produjeron escándalos eclesiásticos. Todos lo sabemos. Al hablar de Ratzinger no puede olvidarse la presencia tan cercana de Karol Wojtila, Juan Pablo II: el carisma del polaco, su apuesta por el ecumenismo y la paz en el mundo, y su ejemplo de estoicismo cuando afrontó una interminable agonía.
El cardenal Ratzinger, o Benedicto XVI, un intelectual arrojado al centro de la escena por el Cónclave Vaticano, no puede compararse con aquel que fuera llamado el "atleta de Dios". Y, sin embargo, en algún sentido, Ratzinger quedará en la historia por haber hecho algo que ni siquiera hizo Wojtila, ni otro papa en los últimos seiscientos años: renunciar al poder, irse.
Cuando el Papa anunció que hoy, 28 de febrero, dejaría vacante el sillón de Pedro, algunos lo criticaron porque le exigían que repitiese lo que hizo Wojtila: sacrificarse. El papado, dijeron, es una misión. Sólo puede concebirse como cruzada. Plantearon así un dilema: un servicio ¿debe necesariamente ser un sacrificio?
Lo cierto es que el gesto de Ratzinger se da en un mundo donde el deseo del poder es el correlato de la corrupción. En España, la sociedad ha quedado atrapada: el Partido Popular ganó los comicios de noviembre de 2011 porque la sociedad estaba harta de los errores del socialista Zapatero. Pero resulta que el primer ministro Rajoy quedó envuelto en una trama de corrupción cada día más espesa. El tesorero del partido durante los últimos veinte años en los que el PP alternó entre el gobierno y el llano distribuía entre los dirigentes sobres con miles de euros que le daban empresarios que requerían favores. Resulta que otras "contribuciones" también llegaban a no pocos jerarcas del PSOE. Por su parte, más del cincuenta por ciento del electorado catalán propicia la independencia de Cataluña, pero uno de los dos principales partidos que la impulsan está salpicado por escándalos. El viento de la corrupción también ha despeinado a la monarquía borbónica, que garantiza hace casi cuarenta años el Estado español democrático. Las elecciones recientes en Italia produjeron el retorno de Berlusconi, el gran corrupto, cuyas orejas asoman nuevamente en el escenario de la Italia de la tangente. En este torneo de la corrupción, tenemos unos cuantos boletos. No olvidemos que si algo le pasara a nuestra Presidenta -¡y ojalá llegue sana y salva al fin de su mandato!-, la Argentina quedaría en las manos de un vicepresidente cuya ética está siendo juzgada en los tribunales.
Aunque la crisis económica sume a los países en la confusión, la irrepresentatividad de los mandatos no rebaja el ansia irrefrenable del poder. La política, se dirá, siempre fue así. ¿De qué escribía Maquiavelo? La ambición no sabe de crisis. Ni los límites constitucionales en el caso de Cristina Kirchner o Rafael Correa, ni cronológicos, en el de Fidel Castro, ni la enfermedad en el caso de Hugo Chávez, impiden que los políticos se aferren al poder, a tal punto de que los ciudadanos comunes nos preguntamos: ¿para qué lo quieren si ya lo han tenido, si ya lo han disfrutado o padecido? ¿Por qué esa avidez?
En ese escenario recalentado, un hombre, Ratzinger, se va. Era el pastor del Señor, decían de él algunos, era el Espíritu Santo hecho hombre. Para otros, era un aristócrata frío y distante, un burócrata cuya principal misión era obstruir el menor atisbo de cambio.
Y, sin embargo, ese hombre quizá gris fue capaz de un gesto inaudito, anticipado por Nanni Moretti, quien con la intuición de los grandes artistas, había imaginado una ficción profética: en Habemus Papam (2011) soñó un papa que tiene miedo y antes de convertirse en ícono baja a la calle y se mezcla con las personas comunes, se sumerge en la locura, la miserabilidad y el extravío del mundo. Lo hace con estupor y quizá con piedad.
Ahora, a esta escena contemporánea, se agregará un elemento nuevo. En un convento, habrá un hombre solo. Alguien que lo tuvo todo y ahora no tendrá nada. Un hombre se quedará encerrado en una habitación, entregado a la oración, el pensamiento y la escritura. Hubiera sido mejor, quizá, que ese hombre volviera a ser un párroco en alguna pequeña iglesia de Baviera, dialogando y confortando a los pequeños seres. Alguna vez así será. Alguna vez el poder será intercambiable y habitual, ni privilegio ni servidumbre.
Por el momento, Ratzinger, voluntariamente, pasará a estar recluido no ya por su propia decisión o por la decadencia de su salud -muchos dictadores o meros detentadores del poder siguen en el podio aun cuando les quede poca vida- sino porque si así no lo hiciera, sería perseguido por la prensa omnipresente. Es un testigo del poder que conoce secretos que no puede revelar.
¿Qué podemos hacer o decir nosotros, ciudadanos cualesquiera de un país del sur del mundo, ante situaciones como éstas? Podemos hacer lo mismo que ya hicimos el 13-S o el 8-N, cuando le dijimos no a la re-reelección. A saber, salir a la calle a ratificar con tranquilidad y firmeza que el poder no da derechos especiales. Nuestra Presidenta aseguró hace pocos meses, y nada menos que en las Naciones Unidas, que no tomaría una decisión sobre crímenes impunes como los de AMIA sin consultar a los representantes del pueblo y a los deudos de las víctimas. Ahora ha ordenado lo contrario. ¿Qué podemos hacer? Podemos manifestarnos y decirle al poder: No. La calle puede decir no. Los ciudadanos de a pie, en la calle o en la intimidad, en nuestra conciencia, podemos decir no.
El gesto de Ratzinger, sostiene el filósofo Paolo Flores d'Arcais, desacralizó el papado. Un hombre que tenía todo el poder lo ha dejado, ha vuelto a la calle. No pasa nada. El camino es fatal como una flecha, decía Borges, pero en las grietas está Dios, que acecha.
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