Un gran dilema ético que plantea el Mundial
El Mundial de Brasil ha abierto un inesperado debate que puede resumirse en una simple pregunta: ¿Es razonable, ético, que países con enormes deudas sociales vuelquen parte de sus recursos a organizar gigantescos eventos deportivos?
Una parte de la sociedad brasileña ha respondido que no y lo hizo de una forma que se refleja en la violencia urbana que obligó a militarizar ciudades enteras y a una represión feroz por parte de las fuerzas de seguridad; también, con paros de trabajadores del transporte público que dejaron a millones de ciudadanos atrapados en las autopistas.
Los sectores disconformes con el Mundial, que no son sólo los que protestan, entienden que los más de 10.000 millones de dólares que su país gastó para hacer la competencia debieron haber sido puestos al servicio del transporte, la educación y la salud públicos. Así de simple.
En una dimensión infinitamente menor y por lo tanto incomparable, el Mundial brasileño también tendrá un costo para el Estado argentino: los 202 millones de pesos que el Gobierno aceptó gastar para que el certamen pueda ser visto gratuitamente por televisión en todo el país.
Aunque, como informó LA NACION, ese gasto se aproxima a lo que el Ministerio de Desarrollo Social invierte en un mes en su plan Seguridad Alimentaria, la cuestión no justifica que los argentinos salgan a las calles a enfrentarse con las fuerzas de seguridad y los gremios dispongan paros que generen más caos del que habitualmente hay en la Capital y el conurbano, pero eso no impide que la sociedad se haga preguntas similares a aquéllas. ¿Es razonable, ético, que habiendo miles de niños que comen salteado, hospitales públicos sin los insumos mínimos, y maestros, médicos y policías que ganan sueldos miserables se gasten 202 millones de pesos para que en todo el país se pueda ver el Mundial?
No hace falta que los economistas aclaren que 202 millones de pesos son una gota en el presupuesto del país, ni que los funcionarios K digan que las cosas así planteadas constituyen un golpe bajo o que algún sociólogo explique que un buen momento frente a la tele puede reemplazar un plato de sopa. La cuestión es otra. Se trata de apuntar a la ética de la solidaridad, algo que solía citar Raúl Alfonsín cuando pregonaba la necesidad de asegurar justicia social y condiciones favorables para los más necesitados. Que no pasan justamente por ver partidos de fútbol por televisión.
Miles de brasileños están enojados, también, porque sospechan que los costos de las obras del Mundial pudieron haber sido menores, y están esperando que el su gobierno clarifique las cuentas.
Aquí, en cambio, no hay dudas: los 202 millones podrían no haber salido de las arcas públicas si se hubiese vendido publicidad a los privados, algo fácil, tratándose nada menos que de un Mundial de fútbol. Se optó, en cambio, por mantener la línea del Fútbol para Todos de entrecasa: el único que puede mandar mensajes a la inmensa audiencia que tendrán los partidos es el Gobierno.
Paradójicamente, esos pobres que casi no tienen para comer y de quienes Cristina dice, y con razón, que tienen derecho a mirar el Mundial, verán que antes, durante y después de los partidos la televisión les habla de un país maravilloso, lleno de gente feliz que concreta sus sueños. Una tomadura de pelo lindante con la crueldad. ¿O no?
Si al equipo de Sabella le va bien y llega a la final y el país entero se encandila con el Mundial y se olvida de todo, estas líneas quedarán como un canto a la estupidez y al resentimiento. Si, por el contrario, la pelota no entra y la televisión argentina termina transmitiendo partidos entre selecciones que nada tienen que ver con nosotros y los diarios llenan sus páginas para explicar por qué Messi no fue el del Barcelona y cuestionar la ausencia de Tévez, algunos se preguntarán si la costosísima parafernalia para transmitir el certamen valió la pena. Es así. Lo ideal sería que la sociedad se plantee sus dudas aun con Messi levantando la copa. Pero esto es fútbol y es la Argentina.
© LA NACION
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