Un afgano en París
Acaba de aparecer en estas semanas en Francia un libro cuyos orígenes tienen que ver con el gran cementerio parisiense del Père Lachaise: Un afghan à Paris (Un afgano en París), de Mahmud Nasimi, refugiado afgano que, después de haber estudiado leyes, ciencias políticas, periodismo y de haberse entrenado para ser un conductor de radio en su país, debió escaparse de éste en 2013, a los 25 años, por razones políticas.
Nasimi atravesó Asia y media Europa, estuvo un período en Bélgica; después, se atrevió, cruzó la frontera y, como pudo, llegó a París hace cuatro años. Las tres primeras semanas dormía en la calle, en plazas. Se lavaba a la buena de Dios, tenía un aspecto descuidado, la gente lo miraba con desconfianza y desprecio. Se sentía solo y desesperado. No hablaba francés, pero sabía inglés. En Bélgica, un amigo le había enseñado la conjugación de los verbos ser y tener en francés.
En las madrugadas parisienses, para estar entre los primeros, se ponía en fila india frente a la oficina encargada de los trámites de quienes pedían asilo. A menudo los que estaban hacia el final de la hilera atacaban a los que encabezaban la espera. Los combates entre unos y otros finalizaban cuando la policía les echaba gases lacrimógenos.
Durante el día, Mahmud caminaba por París. Una tarde, se encontró frente al Père Lachaise y entró. Nasimi odiaba los libros y los cuadernos, salvo los que necesitaba para sus estudios. Jamás leía literatura. Lo impresionaban los hombres de aspecto imponente y los asociaba a los poderosos, capaz de mandar a mucha gente, como los militares, a quienes no apreciaba, salvo en aquel aspecto.
Paseó lentamente por el cementerio y, de pronto, vio una tumba en la que había un busto de un personaje del que emanaba autoridad. Pensó que sería un general o un comandante. Leyó el nombre en la lápida y buscó en su celular, su único bien en ese primer período europeo, “Balzac”, un desconocido para él. Wikipedia decía que era un inmenso escritor. Leyó su biografía y quedó fascinado por la vida de aquel narrador y por lo que se decía sobre sus libros. Podía leerlos en línea gratuitamente, en inglés. El primero que leyó fue La piel de zapa. Ya no se sentía solo. Se había comprado un cuaderno para las anotaciones imprescindibles; empezó a leer en el original francés lo que había leído en inglés, después buscaba las palabras que ignoraba y las anotaba.
Al mismo tiempo, siguió cursos gratuitos de francés. Investigaba las biografías de grandes personalidades literarias. Así descubrió a Baudelaire y estudió de memoria varios poemas de Las flores del mal. También encontró a Proust y, crease o no, leyó Du côté de chez Swann. Se dio cuenta de que si podía organizar los párrafos larguísimos, de sintaxis laberíntica, de ese autor, estaría en condiciones de leer a cualquier otro de lengua francesa.
Todos los días, Nasimi aprendía palabras nuevas, escribía frases con ellas y se las hacía corregir a sus amigos franceses; porque, por fin, tenía amigos en París. Le tomó mucho tiempo llegar al fin del libro. Lo logró porque Proust le reveló muchas cosas de su propia vida de niño y joven afgano. Quedó conmocionado por el silencio y la soledad que había en esas páginas pobladas de personajes. Fue a la tumba del novelista; en una página del cuaderno, escribió: “Merci pour tout, Marcel” (Gracias por todo, Marcel) y la dejó sobre la lápida. Otros autores favoritos: Victor Hugo y Albert Camus, con el que se identificó porque éste había sido un pied-noir, un marginal como él.
El cementerio del Père Lachaise fue para Nasimi una fuente de vida, de conocimiento y amistad con los escritores del país que lo acogió. En ese mundo imaginario, nunca más sufriría la soledad.