Siempre es temprano para leer a Wilcock
Hace rato ya que J. Rodolfo Wilcock se convirtió en contraseña y figurita repetida de la literatura argentina. La historia es conocida: el poeta neorromántico que decide cambiar el castellano (el "tan raro castellano", como él le puso en una dedicatoria a su amiga Silvina Ocampo), pasa al italiano y cambia su literatura.
Todo esto es muy conocido; sus libros, en cambio, parecen recién escritos. De su etapa italiana, El libro de los monstruos (reeditado por La Bestia Equilátera en la filosa traducción de Ernesto Montequin) confirma su voluntad alegórica, o más bien satírica, y el blanco de la sátira es la propia literatura. Igual que Borges y Bioy en las Crónicas de Bustos Domecq, no deja títere con cabeza. En otro libro muy afín a este, La sinagoga de los iconoclastas, Wilcock nos había hecho descubrir en Yves de Lalande que tenía una fábrica de novelas, un avatar de la rampante industrialización de la literatura. La vanguardia de la poesía es aquí un idiota que balbucea, y el crítico, una bola de gusanos en movimiento. La malicia a veces presta servicio a una causa justa.